Nunca me atreví a escribir sobre este tema dada la cantidad de detractores virulentos que me he encontrado cuando he querido compartir que a mí me gusta planchar. “Plancha sí o plancha no” se convierte en una de esas discusiones polarizadoras en la que, los detractores del oficio de quitar la arruga, sacan a relucir el hastío acumulado por tan innoble y demandante tarea.
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Pero en una de esas conversaciones llenas de trascendencia sobre el sentido de ser cristiano, el problema del mal en el mundo, o las dinámicas sociales, económicas y políticas que trituran tanta esperanza, mi amigo Germán y yo nos encontramos, en uno de esos momentos mágicos de confraternización que no se buscan, compartiendo el disfrute místico de la plancha.
¿Qué milagrosa conexión con la vida encierra el acto de deslizar la plancha caliente sobre la camiseta de un hijo, doblarla para que parezca nueva, y devolverla al cajón del que salió hace unos días?
Lc 24,18
Quizá la pregunta ya sea suficiente explicación. Podría ofrecer el listado de emociones que, con entusiasmo, Germán y yo compartimos al respecto. Pero prefiero dejarlo aquí, e invitarte a hacer de la plancha, de la tarea de cocinar, de limpiar un baño, de fregar la loza, de zurcir un roto o de arreglar un tendedero, un momento místico. Te invito a contemplar tus manos mientras realizas alguna de estas tareas domésticas y a meditar sobre lo que haces en clave de cuidado, de ternura, de valor del tiempo, de nueva oportunidad, de grano de mostaza, o del Dios teresiano que habita entre los pucheros.
Como los discípulos de Emaús, Germán y yo platicábamos buscando a Dios en los grandes retos de la cooperación y en el urgente cambio de estructuras que este mundo necesita. Y nos hacíamos una y otra vez esa pregunta insidiosa de “¿eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?” (Lc 24,18), cuestionando actitudes, demandado explicación y exigiendo solución a tanta desesperanza.
Mientras tanto, Dios, juguetón como casi siempre, apareció en las dos cervezas que nos bebimos y en la mística de la plancha.
Conviene sacudirse el polvo.