‘Laudato si’’ es una invitación a acercarnos amorosamente a la creación. Pero también a dejarnos evangelizar por el misterio que encierra. Que el mundo natural nos habla de Dios es una idea presente ya en las cosmogonías más antiguas. El salmo 150 nos recuerda que el ser humano ha aprendido a alabar a Dios con cantos inspirados, al son de las cítaras y los timbales, pero que, desde mucho antes, la creación entera, el firmamento “y todo lo que respira” con su propia existencia, brillante y misteriosa, ha estado entonando un canto más antiguo y más secreto en alabanza a su creador.
- OFERTA: Esta Navidad, regala Vida Nueva: la suscripción anual a la revista en papel por solo 99,99 euros
- PODCAST: Bendecidos por Dios y por la Iglesia
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
En la mística islámica, las suras del Corán proclaman la vasta presencia de Dios en toda la extensión el mundo que nos rodea: “A cualquier lado donde dirijas tu rostro, allí estará el rostro de Allâh”. [Sura 115]. Por su parte, la tradición hebrea acuñó la palabra ‘Shejiná’ para designar esta presencia de la divinidad en los acontecimientos y en la materialidad del mundo, ya fuese una brisa tenue, una zarza ardiente o la convexidad sagrada de un monte.
Místicos cristianos
Y la misma experiencia se repite en la vida de numerosos místicos cristianos. Hildegarda de Bingen entendía el mundo y la misteriosa existencia de sus seres como el modo que Dios tiene de abrazarnos: el cosmos es el abrazo de Dios, decía. Francisco de Asís ha quedado en la tradición hagiográfica legendaria como un espíritu de una compasión capaz de desbordar los límites de lo humano hasta sentir la hermandad radical del hombre con las bestias, las flores y los astros.
Ya en tiempos renacentistas, tampoco Ignacio de Loyola fue ajeno a esta idea. En sus meditaciones peripatéticas de peregrino inquieto veía la belleza y la grandeza de Dios reflejada en los seres naturales, que no podían dejar de anunciarla en la armonía de sus formas y colores, como en un salmo perpetuo que fuera anterior al hombre. Y se cuenta que, en su ancianidad, mientras paseaba por el jardín de la casa profesa en la primavera de Roma, acariciaba los macizos de flores con el extremo de su bastón y les decía: “Callad, callad, que bien sé yo lo que queréis decir”.
En estos días, en muchas de nuestras casas, el Niño Dios ha nacido en una noche iluminada por lucecitas y guirnaldas. Los pastores se apresuran y tres camellos se ven llegar a lo lejos, por un camino amarillo de polvo de serrín. El único paisaje, improvisado en el ámbito de las calefacciones, son árboles fingidos con haces de romero, ramas de abeto o praderas de musgo. En el horizonte, montañas de papel roca arrugado y lejanas casitas de plástico, perdidas en esta serranía de montes de la imaginación.
Alfombra de terciopelo verde
Eso que parece una amplia llanura de hierba en el valle de papel que circunda el portal es musgo. Una alfombra viva de terciopelo verde donde pastan muy quietas unas ovejas de cerámica. Cojea una de ellas, con una pata rota que deja ver el eje de alambre que la sostiene. Van (van sin pasos, solo con su intención de barro) a beber en las aguas del río de papel de aluminio. Las primeras, extendido el cuello, se reflejan ya en el cristal helado donde una bandada de patos remonta el vuelo en dirección al castillo de Herodes.
Y en el verdor de aquel musgo, refrescado a diario con un difusor por el cuidadoso belenista, allí donde pacen las ovejas y retozan las cabras, los minúsculos brotes de musgo se levantan hacia la luz artificial de las bombillas. Un belén es una mesa de misterios. El misterio de un Dios encarnado, humanizado, franciscanamente escenificado en las figuritas del portal. Pero también el misterio de un vegetal prodigioso que, hace 400 millones de años, logró salir de las fronteras de humedad de las charcas y conquistar, como pionero del espacio, la seca dureza de las rocas en tierra firme. Los musgos fueron un hito en la historia evolutiva del planeta desde los lejanos albores del silúrico.
Clave en la evolución
Y los héroes de esta hazaña sin precedentes son solo pequeños brotes de escasos milímetros de altura, con hojillas minúsculas extendidas a la luz, la más humilde de las plantas conocidas. El arsenal de ácidos de sus raicillas descompone la solidez telúrica de la roca y libera sus minerales al medio, haciéndolos disponibles para otros seres vivos. La roca inanimada se incorpora así a los ciclos de la vida gracias a los musgos. Eran espacios de humedad en tierra firme, donde fue posible la vida de numerosos invertebrados, que se adaptaron bien al minúsculo ecosistema. Fueron una pieza clave en la evolución de la vida.
Sobre el belén, el misterio teológico de un Niño Dios que sacraliza la materia, se nos revela cercano y nos vuelca el alma hacia los más indefensos. Es, paradójicamente, esta misma agitación amorosa de su sencilla encarnación la que siempre ha removido las masas cósmicas y las corrientes de la biosfera, incluso las que fueron anteriores a la primera Navidad. Por su parte, entre el pozo y los pastores, bajo un rebaño de ovejas quietas, el misterio biológico de los musgos también se extiende y nos aguarda con su lección de resistencia esperanzada.
Constante milagro
Jesús de Nazaret nos invitaba a aprender de los lirios del campo, de la astucia de la serpiente o del poder inesperado que se esconde en la pequeñez de la levadura o en el germen de la semilla de mostaza. Desde las praderas domésticas del belén nos alcanza hoy el remoto mensaje de esperanza de los musgos, invitándonos también a nosotros a salir de los entornos seguros y limitados, a poner en cuestión las manidas certezas y a entender que toda evolución es, en sí misma, un constante milagro.
N.B.: Recuerden que las nuevas normativas de protección de especies prohíben expresamente la recolección de musgo en entornos naturales. En los viveros se ponen a la venta en estas fechas planchas cultivadas de musgo que constituyen una excelente alternativa.