No conozco ninguna persona que no rece. Algunas lo hacen en silencio, otras delante de Dios y muchas delante del prójimo. Oración buscando aliento, en medio de la amistad, que la amistad no puede cubrir. Oración como momento de entrega, muy cercana a la acción de gracias y, no pocas veces, suplicando perdón.
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No conozco ninguna persona que no sienta la necesidad de decir lo que vive hondamente, aunque sea movida por lo ajeno. Sin duda, muchas personas habrán rezado en este tiempo extraño de pandemia y seguirán haciéndolo. Igual que, en épocas más benévolas, surgían expresiones de gratitud espontánea.
La oración hacia Dios se mueve, básicamente, en tres entornos. La apertura a la vida, el reconocimiento de la vida y el final de la vida. No tienen por qué ser momentos muy llamativos hacia afuera, pero todos deseamos compartirlos de algún modo y surge la inquietud prudente (cada vez menos pudorosa en redes sociales, aunque hay algo profundo que nunca llega a ser dicho del todo si no es escuchado del todo por quien interesa que lo escuche, y siempre cabe la pregunta por el más del auditorio, hasta el infinito). Este deseo es, para muchos, la oración más plena. La expresión de sí mismos, aunque sea en la propia libertad de la habitación cerrada a los demás, en la íntima y escondida conciencia.
Ser escuchada
Pero es nada, si nadie la escucha salvo uno mismo. El vacío de quien habla consigo mismo va reduciéndole a nada, a insignificancia, a lo que tendría que ser escuchado y, sin embargo, es despreciado y jamás será acogido. La íntima conciencia y la reducción al “solo yo”, en determinadas prácticas, supone putrefacción y consumo interno. El deseo más inconfesado de la oración más sincera es ser escuchada.
Le damos la vuelta a todo esto, al deseo de ser escuchados, y encontramos una primera exigencia fundamental de parte del mismo Dios: “Escucha.” El creyente en su oración, en no pocas ocasiones, se vuelve a ella, quizá desde su infancia y juventud, con la obligación de que Dios nos escuche. Así comienzan muchas personas este camino. Si Dios me escucha, Dios me obedecerá. Sin embargo, me atrevería a decir que algo muy humano, intensamente humano y anclado en lo más profundo de nuestro ser personas, nos lleva a hablar con Dios, a la espera de recibir, de una vez para siempre, esta palabra en la soledad de nuestro corazón: “Escucha”.
Escucha, que no es prestar atención sin más, sino quedar cautivado, ser encontrado, verse con claridad. Escucha, que no es simplemente recibe una Palabra, sino que nos vemos acogidos al tiempo que somos capaces de comprender. Escucha, que no es una obligación y mandato como imposición, sino que nos da Vida y nos exige la vida como respuesta.
La oración no es una petición, es apurar un encuentro hasta la última gota, sedientos. Parte el alma. Nos hace comprender al joven que se dio la vuelta y a la mujer que lloraba buscando al que había perdido, a la madre cuyo hijo había muerto y al centurión que perdió a su niña, al sabio que en la noche buscaba y a la mujer que quería sacar agua del pozo día tras día paliando angustias, al pescador que se arrodilla maravillado y al niño que ofrece lo que tiene para que todos coman, al público sorprendido porque se actualizan palabras antiguas dadas por muertas y a la anciana que esperaba en el lugar santo, a los amigos que cargan al paralítico y a los que no comprenden que alguien pueda perdonar todos los males. La oración, si no es entrar en este diálogo disponible con Dios, dispuestos a recibir y dar, no sé bien qué puede ser.
Después de esta oración sincera, a la que mejor no temer, siempre caben las excusas de la propia vida, de los demás y de todo lo otro. Después de la oración más sincera, es posible también la santidad como respuesta, sin condiciones, sin sospechas, movida el alma, el corazón, la razón, la voluntad, el cuerpo, eso que decimos que somos en todas nuestras dimensiones. De un amigo, muy cercano, sé que se puede vivir una vida entera habiendo acogido, de parte de Dios, una sola palabra, una empequeñecedora palabra.