Una de mis rutinas cotidianas es subir caminando a la Facultad donde trabajo. Es un paseíto que disfruto cada mañana y que, además, evita que me anquilose demasiado. El caso es que el otro día llovía y, en el momento en que pasaba junto a la parada, apareció el autobús que lleva a mi destino. Y, sí, subí rompiendo mi costumbre. Lo que no sabía es que la conductora (mal que me pese, justo ese día era conductora) debía ser algo novata y nos ofreció un viaje de lo más anecdótico. En el momento en que tenía que girar hacia el campus universitario se equivocó y siguió recto. Ante las reclamaciones de todo el autobús levantado en rebelión, se dio cuenta de su error e intentó volver casi al inicio del recorrido, por más que el sublevado público le proponía un modo mucho más sencillo de recuperar la ruta.
La verdad es que la escena daba como para hacer una reflexión sobre lo susceptibles que estamos por la mañana o lo poco intransigentes que somos a la hora de acoger fallos ajenos. Con todo, no fue eso lo que más me llamó la atención, sino el caso omiso que hizo a las sensatas propuestas que le hacían mientras quien conducía nos dirigía a donde ella consideraba mejor, aunque nos retrasó mucho más de lo necesario. A veces nos pasa algo parecido y, si tenemos una idea en la cabeza, da igual la conveniencia de las opiniones ajenas.
Tengo la sensación de que todos somos un poco esa “conductora”. Tenemos la responsabilidad de guiar nuestras existencias y, con frecuencia, acompañar a otros muchos en el día a día. No estamos exentos de errores y es fácil desviarnos de nuestra ruta, pero, en estos casos, lo más sabio siempre es escuchar las propuestas de otros que nos pueden sugerir nuevas sendas, inexploradas pero capaces de llevarnos a buen término.