La pascua de los judíos, nuestros hermanos mayores en la fe, recuerda la salida de Egipto, el cruce del Mar Rojo, el paso de la esclavitud a la libertad. A diferencia de la pascua judía, los cristianos no celebramos un acontecimiento ocurrido en el pasado. Romper las cadenas de la muerte es también romper las cadenas del tiempo y el espacio; la Pascua cristiana es un acontecimiento presente. Las comunidades no recuerdan algo que pasó hace 2000 años sino que vuelven a vivir aquellos momentos. Cada comunidad es la primera comunidad, cada Pascua es la primera que se celebra en este tiempo del mundo, en este momento de la vida de cada uno.
En el contexto de aquella fiesta judía Jesús de Nazaret vive su pasión, muerte y resurrección, y desde entonces los cristianos celebramos la Pascua como el paso de la muerte a la vida. La muerte ha sido vencida en Jesucristo. “Hagan esto en memoria mía”. Hacer memoria no es recordar el pasado sino traer al presente, volver a vivir, encarnar en cada tiempo y cada historia ese momento único que se celebra solemnemente una vez al año pero que se prolonga cada domingo, el día del Señor.
Hacer memoria es hacer presente la Pascua en medio de los acontecimientos
de nuestro tiempo, eso nos permite vivir la realidad desde otra perspectiva.
Hace 2000 años la corrupción política y religiosa desató la serie de acontecimientos que terminaron con la muerte de Jesús en el suplicio de la cruz. No es un hecho aislado ocurrido hace siglos, es algo que se repite una y otra vez. Es suficiente mirar un momento la realidad para comprender la actualidad de esa situación. Hacer memoria es hacer presente la Pascua en medio de los acontecimientos de nuestro tiempo, eso nos permite mirar y vivir la realidad desde otra perspectiva, desde otro punto de vista. Gracias a la Pascua, los dolores, las injusticias, las tragedias, no son fatalidades que hay que soportar y ante las cuales solo es posible reaccionar con lamentos o indignación. La Resurrección de Jesús de Nazaret nos muestra otra manera de responder, una forma que puede resultar extraña y hasta contradictoria: la respuesta cristiana es ¡celebrar! Al celebrar se hace presente cada día la alegría de saber que el mal no tiene la última palabra, que en Jesucristo la vida triunfa sobre la muerte.
De esa celebración brotan las fuerzas para luchar contra la iniquidad de una manera diferente, sin la lógica del mal, sin las armas del mal. Enfrentar todo sufrimiento desde la lógica de la Pascua, desde la certeza del triunfo final del bien y de la vida, nos permite actuar ante el mal desde la alegría del que gasta sus fuerzas en reparar, curar, denunciar, y también establecer vínculos nuevos con aquellas personas que no se dejan atrapar por la indiferencia y la mediocridad.
Primeros cristianos
Hay una expresión que se repite en los testimonios de los primeros cristianos, ellos sentían que el encuentro con Jesús los había convertido en “nuevas creaturas”. De distintas formas se repite ese mismo concepto en los escritos del Nuevo Testamento. Los discípulos de Jesús no sienten que han aprendido algo nuevo o que han descubierto una nueva moral o un nuevo culto, es mucho más profundo: se sienten personas nuevas, algo definitivo ha ocurrido en sus vidas y ya nada será como antes. A esa experiencia estamos invitados.
Somos los primeros cristianos que viven la Pascua en este momento de la historia del mundo, de la vida de la Iglesia, de nuestras comunidades, de nuestras familias. Nunca antes de este presente celebramos la Pascua, cada Pascua es nueva. La próxima será diferente. No estamos recordando lo que vivieron unos galileos hace 2000 años, lo estamos viviendo ahora.
Reducir la Pascua al recuerdo de algo pasado nos deja sin la fuerza y el motivo para vivir ahora la alegría y los desafíos que llenan de sentido la vida. Cuando se celebra la Pascua como los primeros cristianos, se viene abajo el “mundo viejo” y nace algo verdaderamente nuevo; se derrumba también la imagen que tenemos de nosotros mismos y de nuestros hermanos.
Las injusticias y el dolor seguirán ahí, lloraremos y sufriremos, pero nada será igual. Iluminados por esa nueva manera de vivir que Jesús de Nazaret llamó “el Reino de Dios” podremos, como él lo hizo, atravesar el misterio de la muerte y anunciar y vivir una vida nueva.