Me gusta mucho el título de un libro del político e internacionalista colombiano Diego Uribe Vargas: La paz es una tregua (Universidad Nacional de Colombia, 1999. 3ª). Y aunque se ocupa de los conflictos internacionales según el subtítulo, Solución pacífica de conflictos internacionales, el título se aplica también a los nacionales.
Lo he recordado con ocasión de las amenazas a la paz que se levantan en mi país y ante el peligro de una nueva guerra en suelo colombiano. O de nuevas guerras, como las que tristemente asoman. Una, como consecuencia del fracaso del acuerdo de paz que hace dos años se firmó en Colombia y que puso fin a más de cincuenta años de conflicto armado entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano, como quiera que en la era de lo que se ha llamado el posconflicto, los enemigos del acuerdo salieron a gritar que lo harían “trizas” y de una y muchas maneras le han estado poniendo palos a su implementación. La otra, todavía más peligrosa, empezó a fraguarse en Estados Unidos contra Venezuela y tendría a Colombia como escenario y, consiguientemente, como víctima. Y está la otra guerra, ya declarada, la que sin enfrentamiento de ejércitos, también deja muertos a su paso y por las mismas causas de la guerra: defensa de la tierra y de los derechos humanos.
Por eso me pregunto si la paz es solo una tregua.
Solo 292 años de paz en la historia de la humanidad
“La paz es la más esquiva utopía que el hombre ha perseguido desde el momento en que sentó su planta sobre la tierra”, escribe Uribe Vargas en la presentación de su libro. Y continúa: “La historia de todas las épocas es de destrucción, de sangre, en la continua lucha de los pueblos por reconstruir lo que la guerra arroja ineluctablemente. En nada ha fracasado en mayor medida el trabajo de las civilizaciones, como en su esfuerzo para garantizar el discurrir tranquilo y pacífico, sin el espectro alucinante de la violencia”.
Evidentemente, las sociedades viven en estado de guerra y solo muy de vez en cuando hacen un alto para firmar un acuerdo de paz que, a la hora de la verdad, es solo una tregua. Porque detrás viene, amenazante, una nueva guerra y que, como toda guerra, es sangrienta.
Dígalo si no la seguidilla de guerras que tejen la trama de la historia de la humanidad. Leí en Wikipedia que, “según la Enciclopedia mundial de las relaciones internacionales y Naciones Unidas, en los últimos 5500 años se han producido 14513 guerras que han costado 1240 millones de vidas y no han dejado sino 292 años de paz”. Guerras por la tierra, guerras por enfrentamientos ideológicos, guerras religiosas, guerras de sucesión en los países de sistema monárquico. Guerras de muchos siglos, como las de la reconquista española y las de las cruzadas. Guerras con nombre propio que se aprendían en textos escolares de historia, como las guerras médicas y las guerras púnicas; la guerra de las Galias y la guerra del Peloponeso; la guerra de los cien años, la de los treinta años, la de las Rosas; las guerras napoleónicas o las guerras de la Independencia americanas. Guerras más recientes como la primera y la segunda guerras mundiales, a las que sucedió la Guerra Fría del siglo XX y que se continuaron con la guerra de Corea, la de Vietnam, la de Kosovo, la de Irak. También la guerra civil española o la colombiana guerra de los mil días, además de no sé cuántas guerras civiles en territorio africano. Y todas ellas entreveradas con tratados o acuerdos de paz que se han dado, unas veces, como resultado de una negociación y, otras, como consecuencia de una victoria por las armas.
Tristemente, la historia lo demuestra, la paz es apenas una tregua entre un conflicto y el siguiente.
¿Cuál es, entonces, la paz deseable, la paz que todos y todas anhelamos?
No quiero creer que la única paz a la cual tenemos derecho es la de la otra vida, la que se anuncia en la de la oración por los fieles difuntos, que “por la misericordia de Dios descansen en paz. Amén”, y en los periódicos: “Descansó en la paz de Señor”.
Quiero creer en la paz que no es solo el silencio de las armas. Quiero creer en la paz que se construye desde y a partir de la reconciliación.
Quiero creer en la paz que el papa Francisco nos mostró en su visita a Colombia tras la firma del acuerdo de paz. Nos hizo caer en la cuenta que los conflictos se pueden solucionar cuando miramos a las víctimas y las convertimos en protagonistas, humanizando, así, el posconflicto más allá de rencores, retaliaciones, odios, rabias acumuladas, simplemente porque el dolor de las víctimas modifica el afán de “hacer justicia” y de buscar culpables para aplicarles el castigo merecido.
Quiero creer en la paz que consiste en desarmar los corazones de egoísmo, de envidia y agresividad, de intolerancia hacia la diferencia e insensibilidad frente al dolor ajeno, del afán desmedido de poder y de riqueza que hacen daño e impiden convivir con próximos y distantes.
Quiero creer en la que paz que exige cambiar las armas de la guerra por armas para la paz y que, por eso, no es solo una tregua sino una decisión.