Nombrar la “política” siempre me provoca pudor, porque muchos andan enredados en “partidismos” y encaverandos en “ideologías”. La política, mayúscula, a la que siempre deberíamos remitirnos es a la que construye asuntos comunes, desde la conciencia personal de que esto afecta a todos, como reflejo de la vida y dignidad de cada persona y su provocación. Jamás en mis clases, ni siquiera en mi familia o entre amigos, alguien puede decir que he estado de otro lado.
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Si la política es antes que el partido o la posición, se vuelve pregunta sobre el otro. Lo más incómodo, dadas las circunstancias personales. ¿Salir de mí? ¿No es negar mi libertad y defenderme a mí mismo? Si el arte de la política es la defensa de uno mismo, entonces no hay razón que la sustente, porque el otro será el enemigo de mi libertad y mi límite personal. Si el arte de la política no es vista en profundidad como la pregunta por mí mismo en el mundo, en el que más allá de mis circunstancias, hay otras personas, entonces todo queda reducido a nada.
Muchas personas lo han pensado y lo han sufrido. Cabal y prudentemente, lo han vivido. La necesidad de diálogo, de encuentro, de superación uno mismo por la presencia del otro. El compromiso, no solo con algo más que mí mismo, sino con alguien más que mí mismo. Su reclamación, su presencia, su pregunta. Una necesidad inherente a mi condición de persona de vivir abierto a otras personas, no cosas, y bajo la exigencia de tratarlas en la lógica más estricta del “amar al prójimo como a mí mismo”. Es decir, que hay un cierto amor que, si se ama, ama al prójimo.
La DSI (Doctrina Social de la Iglesia) plantea como esencial, a toda cuestión relativa a lo social, la dignidad de la persona. Una dignidad que, viviendo de Kant esencialmente, sostiene que la persona es lo primero. La persona, cada persona. Sin más criterio que ser persona. Y, diría más, sin más relación con ellas que como personas, da igual el tipo de relación que se tenga: médico, paciente, camarero, consumidor, profesor, alumno, empresario, empleado, y las relaciones además, entre los cercanos.
Rehabilitar la política
Tal y como yo entiendo todo esto, con el escaparate mediático y la movilización de masas que hay, la política (lo auténticamente público como encuentro entre personas) ha quedado relegada al ámbito de lo privado, incapaz de tomar participar en grandes decisiones y condenado a poco más que opinar. Por alguna razón, y desconozco otra que no sea el adormecimiento de la ciudadanía, la vuelta a la caverna de las personas obligadas a ser escolarizadas en currículos impersonales y dogmáticos, con escuelas incapaces de gestionar el acompañamiento de la vida. H. Arendt, la estudiosa del totalitarismo y de los ámbitos, comprender que todo ha sido confundido para maniatar al que pueda pensar, y encerrar a unos y otros en “lo social” y “lo íntimo”. Se acabó por tanto, “lo público” como encuentro y “lo privado” como responsabilidad personal Ya no hay lugar propio para la acción (una mirada profunda sobre la persona como encuentro con el otro) y queda todo en producción o labor.
En la medida en que las personas enfoquen su vida como supervivencia, pertenecerán al mundo de “la labor” más básica y lo tomarán todo como tal, con sus desahogos. Falta una reflexión, en todo esto, sobre “la ociosidad”, que es disponibilidad de tiempo sin saber qué hacer con él, y sin apoyos o exigencias cercanas que nos inviten a aprovecharlo. Algo, en la mala política, tiene que ver con la ocupación del tiempo, para olvidarse de sí mismo y con una incapacidad manifiesta de participación.
Rehabilitemos la política, no dejemos que encierre en lo privado, y se vuelva a la verdad más costosa, a la escucha en cada persona como su propia verdad, y verdad insuficiente. Invitemos, por medio de la escucha paciente, a la ruptura con los ruidos y disonancias (que son distracciones y engaños).
En política, lo primero, será la escucha, la acogida, el cuasimandamiento semítico de los habitantes de la intemperie del desierto, de la recepción del otro. Demasiada reclamación de lo humano, de partida. Unas preguntas: ¿Qué cambiaría en nuestro mundo si el otro, el cercano y con rostro, fuera prioritario? ¿Si el acontecimiento principal de la vida fuera, no responder a lo que me ocurre, sino mirar hacia los demás y aprender a responder, aprender a “tratar” con lo que no soy yo? Y en este “trato” hay grados: ¿con el otro –personas–, con lo otro –realidades, también creadas y con vida–, con lo Absolutamente Otro -Dios?
Segundo, en relación con lo primero, ¿qué reclama de mí, como persona? Cuando decimos que “la persona es lo primero”, en el fondo de la palabra “persona” hay un abismo que no somos capaces de abordar a primera vista. En el básico, en el fundamental “persona” hay algo que no se sustenta por sí mismo y que, por desgracia, no supone llamada para nadie si no hay algo más que “persona” en el fondo. Mis alumnos, por ejemplo, que son un ejemplo práctico y concreto de jóvenes que se enfrentan a esto, terminan diciendo que esto es imposible, que la persona (y se refieren siempre al otro) no puede ser lo primero. Y pienso y cuestiono cada día y mucho, en mi misma vida, que esto sea posible. ¿Pertenece este principio, tan esencial y racionalmente evidente, a una llamada a algo más, a la trascendencia frente al materialismo imposible de quien se considera a sí como cosa sin vida en un sistema dominado por quién sabe quién (el materialismo es creacionismo sin Vida, dependiente de algo superior y una colectividad dictatorial gobernada por semejantes, bajo sus intereses), a la Vida que me impide encerrarme? ¿No es esto más que un derecho y se convierte, como la vida misma, en obligación, respuesta, compromiso, situación, amplitud, importancia?
Lo tercero sería, ¿realmente hay algo común o cada uno, con sus decisiones, debe asumir sus consecuencias? ¿Algo común? No es la negación de lo propio, sino todo lo contrario. Es la responsabilidad sobre lo propio, sobre las cosas. Un auténtico humanismo no puede verse reducido a la relación entre iguales, entre personas, o ante lo superior, que nos sobrecoge. El auténtico humanismo se las ve con “lo inferior”, en relación de cuidado y ordenación hacia algo más. Las cosas no son ajenas al humanismo, como tantas veces se ha dicho. Su importancia está en relación a la propia persona y a la realidad en sí misma considerada.
Lo último, quizá lo primero y lo que da acceso a todo, lo demás, se sitúa bajo una pregunta incómoda: ¿soy capaz de vender mi vida a algo o mantengo mi propia dignidad de persona? Algo que tiene múltiples vectores sobre una vida que quiera construirse a sí misma. ¿Me supero, pese a mis circunstancias? ¿Me conozco? ¿Me reconozco, en diálogo con qué o con quién? ¿Cuál es el ámbito de mi vida, dónde, en qué nivel me sitúo? Lo que, en mí, consciente o no, reclamo, ¿qué eco tiene en los demás? ¿A qué, en el fondo, estoy llamado a ser y cómo comprendo eso que se dice como “felicidad” y como “vida”? ¿Hacia dónde apunta mi vida: a la Vida que en mí reconozco o hacia el mundo y sus circunstancias; cuánto soy capaz de resistir para ser Vida y no uno más, incluso aplaudido por el mundo?