Escucho el ruido de acero oxidado al cerrar cada puerta, los custodios emplean tanta fuerza que hacen gritar a los cerrojos y candados. Pasillos interminables donde el aire es espeso, la humedad y el hedor que desprenden las paredes me recuerdan que ¡estoy en prisión!
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He decidido dejar mi libertad por convicción, por Ministerio, sobre todo por amor, para compartir con mis hermanos que están en la cárcel. Una vez que ingreso a ese lugar, mi barro y mi voluntad comienzan a fragmentarse, surgen las preguntas: ¿Qué hago aquí?
Algo malo puede suceder
Mi sentido de seguridad me recuerda que algo malo puede suceder, estoy en un lugar altamente peligroso. Pero es ahí donde la confianza y abandono en el amor de Dios me devuelven las fuerzas, es una seguridad amorosa que solo estando ahí puede experimentarse, es el Espíritu Santo quien me da la fortaleza, sigo avanzando, confiando, me siento protegido por un amor que lo envuelve todo.
Por fin los veo, están en el patio, los presos ya nos estaban esperando, a mis hermanos de Pastoral Penitenciaria y a un servidor; el ambiente es agradable, más bien cordial y percibo un sincero recibimiento, hay intercambio de saludos, abrazos y sonrisas.
Inicia el encuentro con la Santa Misa, luego la charla de monseñor Diego Monroy y después mi participación. En un momento olvidamos que estamos en la cárcel, no hubo diferencia entre un evento parroquial y esa prisión; cantamos, sonreímos, reflexionamos y por supuesto el amor de Dios tocó nuestros corazones en dos horas, al final las muestras sinceras de afecto y agradecimiento por parte de mis hermanos prisioneros.
Preguntas como: ¿Por qué estás aquí? ¿Cuándo saldrás? ¿Extrañas a tu familia? En fin, eso de lo que se habla en la cárcel. Me llevo experiencias únicas, lágrimas y reflexiones. Quienes están en prisión valoran la libertad y la anhelan, estiman lo que significa reparación y enmienda de actos, la cárcel es capaz de ablandar cualquier corazón.
Y como decía el sacerdote italiano San Leonardo Murialdo: “Abrir un Oratorio es cerrar una prisión”. Por mucho tiempo voy a escuchar sus voces, su entrega a la oración y su sonrisa sincera al decirme: “¡Gracias por visitarnos!”. Los recordaré toda mi vida, solo ellos y yo sabemos lo que Dios nos tenía preparado en esa cárcel.
A veces los caminos de Dios son verdaderamente asombrosos, en esta ocasión su amor me sorprendió en la cárcel, con hermanos que socialmente se les considera de gran peligrosidad. Mientras me alejo de ahí vuelvo a escuchar el grito de puertas y cerrojos oxidados tras de mí, siento una extraña y reconfortante sensación, tal vez por haber cumplido, por darme la oportunidad y dejar que la sencillez del amor me haya enviado a prisión.
“Porque tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; era un extraño y me hospedaron; estaba desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme”. Mateo 25, 35