Aquel joven me dijo: “He tocado fondo”.
Le conocí por casualidad en un viaje. Estaba esperando en un aeropuerto al siguiente avión. Tenía seis horas para mí: leer, rezar, observar, curiosear en los espacios comerciales, pasear… Se me acercó y me dijo: “¿puedo hablar con usted? Es usted sacerdote, ¿verdad?”. Yo simplemente llevaba una mochila, un pantalón negro, una camisa blanca y sobre el pecho, colgando, una sencilla cruz de madera.
Buscamos un lugar apartado en aquel gran vacío transitado del aeropuerto de Sao Paulo, mientras le preguntaba cómo se llamaba, de dónde era, qué hacía en la vida. Tenía entre 25 y 30 años. No lo sé, pero se le veía envejecido y su mirada carecía de expresión. Aún no sé por qué se acercó a mí. Quizás la fuerza de la cruz.
Como las cuentas de un rosario fue desgranando su vida. Era como si estuviera luchando contra una fuerza interior. Desde los 15 años había cruzado todos los límites en la búsqueda de la tan preciada libertad: el infierno de las drogas –“tan sólo quería probar”– y el alcohol; la loca pasión por el sexo: “¡ah! Pero tengo mi ética, nunca con casadas”; trapicheos con dinero: “mi vida exigía mucha inversión, no era barata”. “Mira, –me dijo– cada día solo pensaba en el próximo fin de semana: unos amigos para divertirme y emborracharme, una chica para acostarme con ella, la necesidad de una frenética diversión que llenara la insatisfecha estupidez sobre la que había cimentado todas mis relaciones y los minutos de mi tiempo”.
Fue entonces cuando me miró a los ojos y descubrí los suyos inexpresivos. “¿Qué buscabas? –le pregunté– ¿a ti mismo? ¿no te sientes querido? La mecánica del sexo sin amor nos precipita al vacío, le dije. Es como los maravillosos fuegos artificiales que en el contraluz de la oscuridad se pierden en décimas de segundo en la profundidad de la nada”.
“Sabes –me dijo– después de coquetear con las drogas, de ir perdiendo los amigos, de buscar con una desbordada ansiedad una cama habitada por alguien que me tocara y me quisiera, ayer desnudo, al levantarme, me miré al espejo y en un silencio, como que se parara el tiempo, sin respirar siquiera, descubrí que el Mal me miraba desde el fondo de mis pupilas vacías y sentí tal vértigo y pánico al mismo tiempo, que estuve a punto de perder el sentido”.
Contuvimos la respiración unos segundos y le dije: “El sentido ya lo has recuperado, es el momento de comenzar de nuevo”. Y seguimos hablando.
¡Ánimo y adelante!