La prudente reina de las virtudes


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Dedicamos este artículo a hablar de la virtud de la prudencia, hábito esencial en todo cristiano, y en especial en quien tiene responsabilidad económica. A veces, asociamos la palabra “prudencia” a la mera cautela: limitamos su significado cómo pensar, ante ciertos acontecimientos, en los riesgos posibles que conllevan, y ajustarnos a ellos para evitar daños innecesarios.



Esto es parte de la prudencia, sí, pero una parte muy pobre: la virtud, como tal, no examina meramente el riesgo, sino el bien y el mal posibles de cada situación vital.

Es cierto que la realidad nos impone una forma concreta de actuar, conforme a lo que las cosas son y cómo piden ser tratadas. Y es igualmente cierto que Dios nos dotó de inteligencia, y con ella podemos transformar positivamente esa realidad.

Al revés que los animales, no nos adaptamos al medio, sino que adaptamos el medio a nuestra forma de vida. Ello, sin embargo, puede hacerse respetando ese medio, con lealtad a la realidad y a sus fines, o destruyéndolo. Es a lo que llamamos bien y mal: actuar conforme a la finalidad de las cosas, y no según nuestras pasiones o caprichos.

Elección

Aquí entra en juego la virtud de la prudencia: no todas las cosas piden ser tratadas de la misma manera, ni todos los seres humanos nos perfeccionamos por el mismo camino. Si esto fuera así, vendríamos con un manual de instrucciones. Nuestras actuaciones, en tanto que humanas, están limitadas por un tiempo, un espacio, unas personas que nos rodean… La prudencia es esa capacidad para obrar el bien en cada situación específica.

¿Por qué llamamos a esto prudencia, y no relativismo? Porque relativismo es permitir que las cambiantes circunstancias alteren mi idea del bien, y que, al final, el bien no exista más que en mi capricho momentáneo. La prudencia es otra cosa completamente distinta: podemos afirmar su supremacía sobre todas las virtudes precisamente porque es la que marca el camino a todas conforme a un bien objetivo, a un bien que no depende de mí, a un bien que me es exigido.

Mirada ética

¿Y cómo afecta esto a nuestro obrar económico? Porque todo obrar humano, por muy mecánico o técnico que sea, debe ser ético. Igual que no hay acto más animal que el respirar, y el ser humano puede sin embargo llenarlo de sentido, sintiendo por él su hondura, su viveza, expresar por un suspiro pena o deseo; así también la gestión de nuestros bienes puede y debe tornarse trascendental, pues no escapa al ámbito de lo ético.

En este sentido, la prudencia es la virtud por la que el ecónomo mide y decide la acción buena correspondiente a cada situación y a cada carisma, siguiendo la inspiración del Espíritu Santo en cada circunstancia del día a día. Si cada ecónomo debe estar siempre atento a las exigencias del bien, no caben soluciones preestablecidas ni decisiones infundadas: se hace necesaria una seria personalización de las carteras de cada institución, de los bienes y servicios disponibles, para hacer frente a lo que Dios nos pide en cada momento.

Por eso, desde Alveus, insistimos en que no todas las misiones ni todas las organizaciones piden ser tratadas de la misma manera. Es una obligación moral la gestión de las diversas carteras conforme a las necesidades específicas de cada carisma, para permitir que se adapten y comporten de la mejor manera posible. La virtud no es solamente la fe de orientar la mirada del ecónomo a la misión. También exige la prudencia de ponerla en práctica, y construir una cartera robusta, adecuada, y flexible; orientada no solo por el beneficio, sino especialmente por el bien.

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