El cuadro ‘Cristo con la cruz a cuestas’ es la obra que mejor expresa el modo que Carlos tuvo de sentir en su oración, su forma de devoción. Fue pintado por Michiel Coxcie, ca. 1530. Su querido hijo Felipe, de quien Carlos fue tan buen padre, ordenó que el cuadro quedara en el monasterio unido a sus restos mortales cuando el emperador entrega lo que de vida le quedaba en 1558. Es el más personal cuadro de quien fue Carlos.
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Carlos de Habsburgo, hijo de la reina Juana I La Encarcelada –antaño La Loca–, emperador del sacro Imperio Romano, Rey de España, Rey de Alemania, rey de Italia, Sicilia y Cerdeña: su Sacra Cesárea Católica Real Majestad Carlos. Fue el último mayor emperador de la historia, el último mayor Emperador romano y vio su vida con la cruz a cuestas.
Carlos ha abdicado voluntariamente y marcha con aceptación a su muladar en el Monasterio de Yuste. Se lleva este cuadro que le había regalado en Bruselas su hermana María, la más inteligente de todos los hermanos y quien evitó que fuera demolida la dinastía por la ambición de sus hermanos Carlos y Fernando –quien sucedió a Carlos como emperador del Sacro–. Aplacado su hermano en su deseo de ser emperador del Sol, habiéndole resignado a serlo solo de medio planeta, le regala esta obra que mezcla lo flamenco y lo italiano. En la pintura de Coxcie, algún hombre –Dimas, el Buen Ladrón– muestra la sensibilidad y carnalidad mediterránea, pero las mujeres siguen siendo contenidas idealizaciones. Pasión y contención, la dura lección con la que la corona de Carlos hubo de ser templada sobre el yunque de Europa.
En el cuadro de Coxcie, el pintor preferido de Carlos por su íntima mezcla de los renacimientos hanseático y mediterráneo, nos muestra a Cristo saliendo de la puerta de Jerusalén hacia la cantera donde habría de ponerse fin a su vida. Carlos elige este cuadro para salir de su corte hacia donde eligió morir. La cruz en franciscana forma de Tau organiza el cuadro en tres partes. El madero superior atraviesa el cuadro de arriba abajo. La parte inferior que se ve de ese madero continúa en unas rocas y la quijada de caballo que yace en la esquina inferior izquierda –según la postura de quien lo contempla–. Esa división funciona como una puerta que se abre hacia la última estancia de la vida. Tiene forma de tope: no se puede volver atrás. Es un antes y un después, no es posible retroceder.
Comprimidos en esa banda izquierda del cuadro están cinco personajes. Verónica estrecha entre sus manos el sagrado lienzo donde el rostro de Cristo alivió su padecimiento; Verónica guarda el icono como oro en paño. A su lado, otra mujer aparta triste su mirada del condenado, incapaz o incluso avergonzada de mirar tanta injusticia.
Sobre las dos mujeres están los dos ladrones, Dimas y Gestas, conducidos con soga prieta por un soldado que nos mira a la cara. También lo hace Dimas, mientras que Gestas mira hacia la muerte. La desnudez italianizada de Dimas nos lo muestra vulnerable, forzando un giro para poder mirar a Cristo y mirarnos a la cara. La fuerza con que los ata el soldado hace que sea un verdadero esfuerzo. Su mirada está abajada y suplicante, las cejas elevadas, su rostro abierto, sus carnaciones expresan intenso sentimiento, que le haría mostrar piedad por el Inocente que morirá entre ellos dos. Gestas frunce el ceño, su gesto cierra su cara, está tomado por la furia.
Por delante de la muerte
Carlos no espera a la Dama Muerte para que le lleve atado a atravesar la ultima puerta de la vida, la del sepulcro, sino que él mismo, ‘imperator’, es quien quiere decidir libérrimamente, porque es su voluntad, ponerse en camino. Pero ha matado suficiente como para saber que en todo corazón humano hay Dimas y Gestas. Nadie le apresa las manos a la espalda, sino que son las suyas las que sujetan las bridas de esa última cabalgadura, pero sabe que decide solo unos pasos por delante de la Buena Muerte, que camina paciente tras su cortejo a Extremadura.
El mástil de la cruz divide los dos tercios de la derecha en dos mitades. En la parte superior se congrega una muchedumbre. Al fondo, la soldadesca. Sobresalen ante ellos los sacerdotes montados a caballo que conspiraron contra el Nazareno. Carlos sabe que se le acaba el tiempo de vivir a caballo y vivirá en una silla monacal preparándose para cabalgar su última batalla. Nos tapa la visión completa de la guarnición el grupo de amigos de Jesús que acompañan a su madre María. Ella tiene su mirada en la divinidad de su hijo. Juan acaricia con su sién la de María y mira conmocionado e indignado el Calvario, cubierto hasta el cuello con una túnica de pasión. Tras ellos, una de las mujeres seca las lágrimas que son las de la propia ciudad de Jerusalén.
En primer plano de esa parte superior, un soldado tira con su mano izquierda del cinto que ata a Jesús para que se alce y con la derecha lo latiga para que lo haga inmediatamente. El rostro del soldado luce un rojo infernal tomado por la ira. A su lado, Simón de Cirene carga humilde con la cruz y nos mira horrorizado de lo que ocurre, uniéndose cara a cara con quienes nos avergoncemos siglo tras siglo de mirar el asesinato de Dios.
La mirada de Jesús
En la mitad inferior, está solo Cristo, quien también nos mira. Dos lágrimas descienden por su rostro. Su sufrimiento físico y existencial está contenido. Su mirada busca que advirtamos el significado de lo que está sucediendo, quiere que comprendamos de verdad el momento. Esta mirada es la que está en el centro de la devoción de Carlos. Quiere entender el significado último de lo que está viviendo. A lo largo de su vida se ha distinguido por creer que entendía el alcance de cada decisión, comprendía lo decisivo de cada orden, cada situación, cada movimiento.
Carlos emprende la última ruta de su vida a caballo como un emperador que cede su corona, pero sabe que morirá como hombre. Desde la madera nos mira a la cara Simón el Cireneo, sencillo título que Carlos hubiera cambiado por todos los que pesaban sobre su corona. Simón solo es recordado por haber colgado de su cuerpo la cruz de Cristo camino del Calvario y Carlos hubiera entregado el Toisón de Oro que colgaba del suyo a cambio de tan solo una pobre astilla de aquella cruz.
Simón carga con la cruz como Carlos V cargó sobre los caballos a lomos de los cuales vivió y mantuvo el imperio. Quizás al que más amor tuvo fue al que llamó ‘Determinado’, noble bestia que le mantuvo al frente de sus tropas hasta la victoria en la determinante batalla de Mülhberg pese a su grave ataque de gota. Carlos quedó eternamente unido a ‘Determinado’ en el célebre cuadro de Tiziano.
En la esquina izquierda, como una última firma, como el destino hacia el que va Carlos, está la quijada de caballo, y muy probablemente el emperador veía en esa quijada a su fiel Determinado. Como él, entregará un día Carlos su calavera al pie de la Cruz, y quizás cuando veía este cuadro sentía el consuelo de, como los viejos guerreros celtas, yacer junto a su querido caballo.
Su reconocimiento de la vanidad no solo le hace ver la cruz que formarán sus huesos, sino que entiende que igual que él muere, algún día morirá su imperio, los metales de su trono serán fundidos, los niños en el museo se reirán ante su bragueta de armar, muchos no sabrán quién es, los vientos esparcirán como arena su historia. No solo caerá él en Yuste, sino su imperio por muy sacro que sea, su corona, su armadura y su trono. Pero el trono favorito de Carlos V fue siempre un caballo, la quijada es el esqueleto de su trono. Nada violento permanece, nos dice la Biblia, pero Carlos V sabe que en su obra había algo que podía esperar encontrar al otro lado: su caballo Determinado.
Quizás este cuadro de Michiel Coxcie no esté hablando a Carlos solamente de cuánta pasión hay en la renuncia al mundo y la ruta al final de la vida, sino de la esperanza de que en nuestra obra haya algo que se salva. De tanta batalla, tanto viaje de aquí para allá, Carlos espera el cariño de su caballo, el amor a lo que le llevaba, lo prosaico y humilde, lo que le sostenía, el medio y no el fin. Es cualquier cosa que se haga, lo más importante es lo que haya de caballo.