La película de Mel Gibson sobre la pasión entusiasmó a Juan Pablo II, a muchas almas piadosas y a los televidentes de noticieros, por motivos distintos, claro.
El Papa se identificó con los sufrimientos de Jesús, las almas buenas pensaron en el pecado y los televidentes consumieron su ración acostumbrada de sangre.
Pero es una película tan asimétrica como la semana santa. ¿Por qué jueves, viernes y sábado de expectativa, de traición, de sudor de sangre, de pasión y de muerte y solo un día con el esplendor de la resurrección? Gibson le dedica una hora y 25 minutos a la pasión. La pantalla termina salpicada de sangre, de sudor y sufrimiento y solo hay cinco minutos finales para la resurrección que aparece como un final pálido, no tan radiante como el de esos jinetes o esas parejas que avanzan hacia un horizonte iluminado por las luces de un atardecer en los western.
La resurrección según Gibson es un episodio agregado, un final protocolario, un hecho difícil de entender, imposible de mostrar, pero que debe aparecer porque es el fin convencional de la historia.
Sin embargo, es el comienzo de la historia, es la razón de ser de todo, y tenía por qué saberlo san Pablo al gritar que si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe.
Si lo he entendido bien, Él nació para resucitar, se hizo hombre y habitó entre nosotros, para resucitar. Trabajó, se fatigó, amó y sufrió hasta las lágrimas para resucitar. Fue torturado y murió, para resucitar.
Estos pensamientos van y vienen mientras uno se asquea por estos días ante la multiplicación de actos de corrupción. Lo dijo con repugnancia un funcionario que acababa de investigar notarías y oficinas de registro: “donde uno pone el dedo salta la pus”. El país parece un cuerpo podrido para el que no hay solución.
Acaba uno de leer y pensar todo eso cuando lo atrae el titular de un accidente, y allí los detalles lo hacen olvidar el asco. Tras el accidente de la buseta destrozada en el fondo de un abismo, ocurrió la muerte de un niño de doce años que se había ofrecido para guiar a los socorristas, loma abajo. Iba delante de todos ellos cuando se desprendió, desde lo alto, un alud de piedras y lodo que lo sepultó. Al contar los detalles, la madre del niño dijo, con los ojos llenos de luz: “murió haciendo lo que le gustaba, ayudar a los demás”.
Uno siente que el asco ha sido reemplazado por la alegre esperanza; después del oscuro panorama de la corrupción y de la muerte, este niño y esta madre hacen caer en la cuenta de que en el mundo también hay un espacio para la vida nueva, y de que al lado de la historia que escribe el mal, lucen como estrellas los justos. Como ocurrió en la resurrección.
En los días de pascua vuelven a su camino en penumbra los apóstoles peregrinos de Emaus, enzarzados en su plática larga con un desconocido, a quien finalmente reconocen, cuando Él en la posada parte el pan. Al comentar el relato, el teólogo Karl Rahner anota: “ellos lo reconocen, realmente ha resucitado del sepulcro del mundo y del sepulcro de sus propios corazones”.
En efecto, Dios transita a nuestro lado como un desconocido hasta que lo vemos en el amor a los demás. El niño de doce años que muere sirviendo a los otros, los 50 de Fukushima que morirán sirviendo, hacen presente a Jesús resucitado.
La resurrección suele ser objeto de muy distintas miradas. En los tiempos de la apologética era la prueba reina. Se demostraba históricamente la resurrección y a partir de ese hecho se construía el argumento contundente de la divinidad de Jesús.
La otra mirada muestra, como a través de una puerta abierta, lo que Jesús es, lo que el creyente será. Una manifestación de esa otra realidad para la que ha nacido todo hombre. Desde esa mirada “la vida es una vida de lo solamente provisional, una profesión de que aquí no se puede alcanzar nada definitivo”, vuelve a decir Rahner porque, como lo revela Jesús, con Él se inaugura otro tiempo, el de lo permanente.
Si esta es la buena noticia de semana santa, si es el misterio que libra la fe de los creyentes de la banalidad, no parece un acierto pastoral esa fijación litúrgica en la pasión y muerte, que refleja, sin proponérselo, la sangrienta película de Gibson.
En cambio es un acierto que merece una mayor resonancia, toda la liturgia pascual como anuncio que es de la vida nueva que inauguró la resurrección de Cristo. Desde entonces la vida es otra cosa. VNC