Vaya por delante todo mi respeto para el ciprés de Silos, pero me quedo con la secuoya que, desde 1890, permanece de guardia ante la entrada principal del famoso monasterio burgalés.
No es solo su porte de más de treinta metros de altura ni su manera de llegar desde su Canadá natal –trasplantada en el interior de una patata para mantener la humedad en sus raíces– lo que me cautiva; ni siquiera esa longevidad que le asegura sobrevivir a tantos imperios y delirios como los que llevamos en estos XXI siglos.
Es, sobre todo, la dignidad de quien sigue creciendo, dando sombra y embelleciendo un lugar, ajena a las colas que se hacen a unos pocos metros, en esa otra joya que es el claustro románico, para inmortalizarse ante el árbol que Gerardo Diego metió a base de versos en la historia de la literatura.
Pero esta secuoya no pasó desapercibida para alguien que ha ido tan despierto por la vida como Joaquín Luis Ortega, y que, como miembro de una generación que va desapareciendo de curas literatos y poetas –“cerebros extraordinarios y un poco locos”, que dijera José María Javierre, uno de sus estandartes–, quiso enmendar el agravio con unos versos de ritmo y tonalidad romancera.
Me acuerdo ahora de Joaquín Luis porque, por estas fechas, desde la BAC, solía regalar a sus lectores unos libros navideños sobre la vida, la amistad, la fe… tejidos por muchas de las manos amigas que fue descubriendo y atesorando en su fecundo ministerio, iluminado por una inteligencia que supo traspasar –con aquel otro puñado de curas hoy irrepetible– las grisuras del momento.
Cuando el gris vuelve a irrumpir, le releo a él y a aquellos otros maestros en lo humano y lo espiritual, y siento, como la secuoya, el aleteo de la envidia, envuelta en un profundo respeto y admiración, y pienso que me gustaría llenar este todavía joven coloso vegetal de luces para alumbrarle en esta Navidad. A él y a toda esa generación que se ha ido sin cargos, pero llenos de honorabilidad.