En el conocido libro de Milan Kundera “La insoportable levedad del ser” se describe a esas personas que en la vida cambian permanentemente de amistades, cosas, experiencias y parejas, sin ellas cambiar nunca. El mismo título de la obra advierte al lector que esa levedad es insoportable. Se trata de una descripción de esa vida atrapada en el entretenimiento, en la superficie; de esa manera de vivir que huye de la profundidad y del compromiso como si se trataran de aterradores demonios.
Muchos textos y discursos de diversos referentes eclesiales abundan en críticas a eso que se ha llamado “la cultura del entretenimiento” y que, especialmente a través de los medios de comunicación y las actuales tecnologías, se está convirtiendo en una forma de alienación colectiva. Se trata de un fenómeno que está a la vista y que resulta fácil de denunciar y criticar. Por desgracia, esas críticas habitualmente caen en la misma trampa: suelen ser consideraciones también superficiales y aptas para alimentar la atracción que ofrecen los argumentos ya conocidos y fáciles de repetir hasta el cansancio. En otras palabras: también son insoportables.
Quizás ya sea tiempo de detenerse a reflexionar en la Iglesia con seriedad sobre otra “insoportable levedad”. Aquella que no se encuentra en la superficialidad de las propuestas televisivas o en las simplificaciones facilitadas por las redes sociales; tampoco en aquellas frivolidades que abundan en los labios de los políticos; sino en esas otras, las que se encuentran en discursos, libros, devociones y prácticas diversas que abundan y sobreabundan en la vida de nuestras comunidades. Allí también la profundidad y el rigor intelectual se han convertido en malas palabras.
Es muy alto el precio que se paga por esa levedad de vivir en la superficie de las enseñanzas del Maestro de Galilea. Atrapadas entre frases e imágenes “bonitas” y que “hacen bien” muchísimas personas acceden a un conocimiento infantil del Evangelio que en nada se parece a la invitación del Señor a “ser como niños”. Al contario, es una superficialidad que permite instalarse con naturalidad en ese divorcio entre la fe y la vida que denunció enérgicamente el Concilio Vaticano II “como uno de los más graves errores de nuestra época” (G.S. 43).
La levedad insoportable
Es un error pensar que esa manera superficial de presentar el mensaje evangélico es algo “insoportable” para quienes desde una supuesta superioridad intelectual observan “desde arriba” y juzgan y critican a quienes “practican la religión” como un entretenimiento. Es algo más grave. Esa manera de vivir la fe es “insoportable” en primer lugar para quienes, por comodidad o ignorancia, pretenden vivir de esa forma.
La palabra “insoportable” hace referencia a algo que no puede sostenerse a sí mismo, a una realidad que no ofrece seguridad, que es frágil y vacilante. Por eso muchos pierden su fe cuando aparecen en escena esas cargas reales de las que se pretende huir reemplazando la fuerza del Evangelio con las ilusiones de la levedad. También por ese motivo muchos se alejan de la Iglesia cuando pasan los años y comienzan los verdaderos problemas de la vida. Otros se encierran en sí mismos y se niegan a crecer aferrados a “prácticas piadosas”.
Jesús habla con mucha sencillez, pero no oculta los misterios. Dice sin vueltas a sus discípulos que él debe “padecer, morir y resucitar”; ellos quedan perplejos y no entienden. Les dice que es más fácil para un camello pasar por el ojo de la aguja que a un rico entrar en el Reino. O que su cuerpo debe ser comido y su sangre bebida. Más perplejidad. Caminar junto al Señor significa para sus amigos un esfuerzo constante para intentar comprender, es un desafío permanente. Seguir al Maestro es estar dispuesto a “nacer de nuevo”. Ninguna palabra de los evangelios se asemeja a un “entretenimiento”.
Evangelizar no se trata de cambiar unas ilusiones por otras. No es cuestión de procurar alejar a las personas de los espejismos que ofrece “el mundo” y aproximarlas a fantasías “religiosas”. El desafío es ofrecer desde la Iglesia un camino alternativo que permita salir de esos laberintos de ilusiones que alejan de la realidad y enseñe a soportar la carga y la verdad de la vida. Se trata de ofrecer con ternura y valentía la “alegría del Evangelio”, que no se parece en nada a la evasión irresponsable ni a esa “insoportable levedad” que se ofrece a raudales con formas “religiosas”, con frases ya gastadas, con discursos obvios en los que no creen ni los que los pronuncian.