Las personas necesitamos poner límites al tiempo para comenzar de nuevo. Siempre iniciar un camino tiene algo de aventura, de crecimiento, de profundidad y de búsqueda. Ya sé que muchas veces el verano se queda en un garabato del proyecto que habíamos soñado. Quizás es que en las ilusiones ponemos los límites muy altos o que los hábitos consumistas nos llevan por caminos superficiales que no nos colman verdaderamente el corazón.
Ahora que somos ricos hay ansiedad por viajar para visitar nuevos países y ciudades, y en nuestras conversaciones con las amistades hacemos ostentación, como si de una colección se tratara, de los sitios que recorremos. Siendo objetivos, nos trasladamos, pero no conocemos. Nos quedamos con algunas fotos en el archivo del móvil o con algunas imágenes en la retina, pero, la rapidez de los viajes, no crean experiencias y sin ella no hay verdadero conocimiento, y el conocimiento no son solo imágenes de los espacios, sino las personas que los habitan.
Visitamos las ciudades como se recorren las salas de un museo. Y al final hablamos con una pasmosa ligereza de todo: edificios, calles, comercios, restaurantes, museos, playas, paisajes…, para en realidad no hablar de nada. Pero nos colocamos la medalla del “yo he estado allí”, y casi sin respirar, contamos las cosas más naturales y vacías de la vida enmarcadas en un hálito aventurero. Y algunas veces mentimos: ¡era un restaurante maravilloso!… y desgraciadamente un conocido nos vio comiendo un bocadillo en un área de descanso; eso, si no lo parla el niño más pequeño, o la abuela, que para eso estamos los familiares, para sonsacar.
Y es que, si uno no ha consumido en plan, parece que no son vacaciones. Fuimos, venimos, visitamos, recorrimos, comimos o cenamos, en aquellas playas, aquel paraje o pueblecito donde Judas perdió la conciencia, o ese mesón donde degustamos unos platos típicos como para chuparse los dedos. En fin, ¡todo estupendísimo! y una paliza de padre y muy señor mío.
“¿A quién se lo cuento?”
Quizás llega el momento de ser creativos y críticos con nosotros mismos, diseñando un verano para crecer, descansar y rehacernos verdaderamente. Un tiempo de encuentros sosegados con las personas que quiero…, de diálogos apacibles con los amigos de siempre…, de paseos tranquilos y contemplativos. Un tiempo para leer un buen libro…, escuchar plácidamente una música serena…, disfrutar cada tarde en silencio una puesta de sol.
Un tiempo para encontrarme en profundidad con los míos…, para reunir a mi familia, para jugar con los jóvenes y los niños…, para recordar historias…, para gozar con las personas que marcaron mi infancia…, para sentir y revivir la cultura de los míos…
Un tiempo para encontrarme conmigo mismo y rehacer la urdimbre de mis sentimientos, de mis convicciones, de mis virtudes y valores…, para mirarme en profundidad y actuar en coherencia con lo que verdaderamente da sentido a mi vida.
Un tiempo para hacer silencio y retomar la oración sentida…, para rastrear de nuevo los senderos de Dios en mi propia historia. Pero claro, y esto al final del verano ¿a quién se lo cuento yo?
Estoy convencido que es posible. ¡Ánimo y adelante!