En la actualidad es común a las entidades financieras, a las empresas, pero también a las instituciones políticas y eclesiásticas, una exigencia popular de mayor transparencia. Sin embargo, ¿cuál es su motivación última?
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Ser transparente viene etimológicamente del verbo latino transpareo, que se traduce por ser visto a través de algo. Curiosamente, el lexema pareo es un pasivo, lo que implica que la transparencia no se ve, sino que se sufre. No son transparentes nuestros métodos o estructuras, sino que lo somos nosotros, en tanto somos descubiertos tal cual somos.
Por eso, en sí misma, no podemos decir que la transparencia sea virtuosa o nociva, sino que dependerá prudencialmente de cuándo dicha cualidad sirve o no al bien, y especialmente al bien común. Lo sagrado es muchas veces velado a los ojos, por reverencial respeto, y eso no es malo en sí mismo: hay cosas que están hechas para ser guardadas con pudor, para ser atesoradas por aquellas personas a quienes concierne. El mismo Cristo lo apunta al advertir a los apóstoles: “No deis a los perros lo que es santo y no echéis vuestras perlas ante los puercos” (Mt 7, 6), o tantas veces que explicaba las parábolas solamente a sus discípulos (Mt 13, 11-13).
Sin embargo, la prudencia puede también ordenar que lo que es vergonzoso deba ser expuesto a todos, o que lo que parecía reservado a unos pocos sea proclamado desde las azoteas (Mt 10, 27). Contemplando ambos extremos, descubrimos que la transparencia es una cualidad que no puede ser independiente y autónoma, sino que debe ser una herramienta al servicio del bien: vinculada a una comprensión ética tanto de la empresa como de la economía.
Servicio a la Iglesia
Las congregaciones religiosas, especialmente, deben adecuarse a un bien que trasciende lo temporal, para poner en juego la Voluntad de Dios y la misión divina que encarna cada carisma. Por eso, desde Alveus, exhortamos a las congregaciones religiosas a esa comprensión de la transparencia como servicio a Dios y a la Iglesia. No somos transparentes por una imagen que debamos mantener, o por someternos a las exigencias del mundo. Lo somos porque en la rendición de cuentas económica no hay pudores que valgan, porque ante quienes hay que responder, el primero Dios, nada queda escondido: “Nada hay oculto que no deba ser descubierto, y nada secreto que no deba ser conocido” (Mt 10, 26).
En lo económico, el ecónomo es un gestor de lo que no es suyo, un administrador encomendado con talentos ajenos (Mt 25, 14-30), que debe usar y aplicar unos bienes eclesiásticos a una misión que le precede, trasciende y obliga. Como tal, debe rendir cuentas ante Dios, ante esa misión, y ante los superiores que Dios designó para ello. No puede tolerarse opacidad ante quienes tienen la labor de supervisar que cada céntimo que la Iglesia universal puso en manos de la congregación esté destinado a cumplir la encomienda divina. Ante Dios y sus representantes, solo se esconden quienes ocultan lo ajeno a Él, como Adán y Eva se escondieron avergonzados en el Edén tras el pecado original (Gn 3, 7).
Por eso, desde Alveus ponemos a disposición de congregaciones e instituciones tanto la formación, el asesoramiento, filtro ético y tecnología necesarios para facilitar esta tarea, con el foco y prioridad puestas en que la labor del ecónomo esté centrada en una misión cumplida, y una rendición de cuentas transparente. “Dios traerá a juicio todo lo que se hace, aún las cosas ocultas, sean buenas o sean malas” (Ecles 12, 14). Que cuando llegue ese día, pueda Dios decirnos como a buenos administradores: “¡Bien! siervo bueno y fiel; en lo poco has sido fiel, te pondré al frente de lo mucho; entra en el gozo de tu señor” (Mt 25, 21).
*Ponencia de Alveus en el Congreso SDB Change, celebrado en la Universidad Pontificia Salesiana (Roma) del 19 al 23 de septiembre.
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