La Biblia nos muestra la vocación de múltiples maneras. Están, como situados en dos extremos, la llamada a Jeremías, vivida desde el vientre materno, y al otro lado Pedro, a quien Jesús le tiene que explicar, ya resucitado, en qué consiste su misión. Está también Isaías, que responde al ver que nadie más da un paso adelante, y también tenemos la luminosa historia de Jonás, que no se libra ni escondiéndose en lo más recóndito del universo. Está María, con su sublime docilidad, y el niño que responde con los pocos panes y peces que tiene para que el Maestro obre el milagro. Da igual donde miremos, toda vocación se inscribe en algo mayor que es un verdadero diálogo con Dios.
Tal y como lo entendemos, la vocación es ese despertar, ese toque de atención, ese acontecimiento que nos sitúa de otro modo ante Dios. Pero la vocación no es un momento concreto de la historia, por mucho que hablemos del inicio, ni se resuelve en un instante. Más bien, al contrario. La vocación trata de responder con la propia vida a ese diálogo que hemos comenzado con Dios. ¡Claro que Él habló primero, claro que dio el primer paso y todo eso! Pero hablamos de vocación cuando queda involucrada la persona, cada vez con más intensidad y profundidad, en una conversación que no termina con ese Dios que le ama, con el Amor que pide se amado.
A esta conversación, en la tradición cristiana, se le han puesto dos palabras esenciales que nos ayudan a entenderla en su conjunto. Por un lado, oración y por otro, acción. De ahí que la vocación esté transida de una honda espiritualidad que da sentido a todo, hasta lo aparentemente más peregrino e insignificante, tendiendo a la mística. Y también se vea cuestionada e interpelada por la llamada a responder en cada paso y compromiso entregando todo, hasta la propia vida. No son dos campos separados, sino más bien un diálogo completo con Dios, capaz de unir y dar sentido a toda la existencia: comunión y entrega.
Semilla y germen de plenitud
El que dialoga así se muestra como un ser para el otro. Lo contrario será el monólogo egoísta insípido y la insatisfacción permanentemente que vive del aplauso robado al otro o de la victoria de la convicción. El que dialoga, en esta vocación, es Dios en primer momento. Quien expone por tanto, en lo hondo de corazón, su deseo de plenitud para la persona. Da igual por donde comience el asunto. Toda vocación es semilla y germen de una plenitud, búsqueda de lo que no hay, inquietud y llama que quema. Toda vocación es salto y confianza. Es genuino encuentro que, sin saber bien ni cómo decirlo pero a la vez muy fundamentado, trata con Dios mismo. ¡No puede ser otro!
En la educación, con todo su pragmatismo moderno y postmoderno, hablar de vocación parece ser una especie de cuento que más bien distrae de lo esencial, que es… ¡las notas de los alumnos y que todo vaya bien! Algo así, tan provocador y sustancialmente original, cae como llegado del cielo. Pero no han sido pocos los educadores que han vivido su entera vida como vocación educativa, singularmente educativa.
La educación no es la misión y tarea, es su vida, con la que responden al amor recibido de Dios, amando a su modo a los alumnos. Conscientes y muy despiertos, con la seriedad que esto significa. No va por un lado la espiritualidad y la misión, y por otro la educación. Hay personas que lo han vivido junto. Y esto provoca. Quizá alguno pensemos en tal o cual profesor, en tal o cual gesto, en tal o cual actitud. En este o este otro momento. ¿Qué mueve, qué hay detrás de estos grandes educadores?
Cuando se habla del maestro con vocación, se destaca al que hace mejor ciertas cosas o demuestra más habilidades. No reparamos en que vocación no es esto, no es una acción desprovista de su sentido. No hablamos de una exterioridad juzgable por apariencias, sino de un diálogo interior con Dios que tiene un reflejo en la acción y en la palabra del educador.
La vocación educativa es primeramente responsabilidad consigo mismo, no con otros. Lo que va adelante es mi propia vida, la conversación iniciada con Dios en mi propia realidad. De ahí que algunos descubran su vocación educativa antes de ser profesores, otros pasados unos años, ¡vaya usted a saber por qué! La primera vocación es responsabilidad personal. Me hago como persona. La escuela me mejora o me empeora. Vivo en ella diariamente el bien más perfecto o cometo la peor de las maldades. Ambas acciones, como líneas tendidas hacia el infinito, no sé dónde llegarán. Si he ayudado a un alumno con mis torpes palabras a no sé qué, o he desalojado la motivación y curiosidad de otro muchacho con un discurso excelente.
Todo esto, darse cuenta de la propia vida en relación con otras vidas, llevado al terreno de lo más grande y más serio, se llama vocación. De ahí que los educadores reconocidos como santos, nos sorprenden no con cientos de horas de oración, sino porque madrugaban para sacar punta a las plumillas de sus alumnos o se quedaban después de su clase a barrer el aula y rezar en ella por cada uno de los chavales. La vocación educativa es esto, la máxima seriedad, una entrega incomparable y original, en donde no hay repetición de otros sino singularidad.
Volvamos a la Biblia, para terminar. Ninguna vocación es para sí mismo, por muy personal que sea. Toda llamada convierte en mensajero, haciendo partícipe de la Buena Noticia. Si esto es así, y el diálogo es continuo, dos preguntas podríamos hacernos: ¿Qué novedad somos capaces de comunicar, y de dónde viene? ¿Qué es eso tan Bueno que tenemos que decir a los demás?
Puede dar la impresión de que la educación tiene mucho, al menos en nuestros días tan horizontales y tan dentro del sistema, de “no te vamos a contar nada nuevo” y “salgamos de aquí todos sin hacernos daño”. Sin embargo, el Evangelio dota a la educación de sorpresa y de bondad, de novedad y de amor. Dios llama a algunas personas, si no a todas, a ser sus testigos a través de la educación porque en la escuela hay apertura y hay mucha ternura. Y no cabe responder a la llamada de Dios como educador sino de este modo, con apertura y paciencia haciendo camino y abriendo horizontes, y con un trato exquisito volcado sobre la persona que es el alumno sin esperar nada a cambio, con la gratuidad y generosidad de quien da la vida hasta el extremo por sus hermanos.