La voz de la oposición en la Iglesia


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El depósito de la fe no soporta la inmovilidad

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En las democracias la oposición es necesaria y algo anda mal cuando en una democracia solo se oye una voz. El cardenal Burke, aún con el lenguaje afelpado y con sesgo de la curia romana, ha sido una voz opositora: ¿Conviene que el Papa tenga opositores?

O por el contrario, ¿debe imponerse la uniformidad de pensamiento como condición de la unidad? Por tanto, ¿las voces discordantes deben ser tenidas como un mal? De pregunta en pregunta hemos llegado al tema de la opinión pública en la Iglesia: ¿es una necesidad? ¿Es un mal necesario?

Impactó la orden del papa Francisco al comienzo del sínodo, de no callar, de hablar con claridad y de escuchar; de participar en una búsqueda y no en un torneo de inteligencias. Partía el Papa del supuesto de una variedad de opiniones y del debate tranquilo de esas opiniones.

Si la opinión es ese estado intermedio entre la certeza y la duda, habría que descartar que el sínodo fuera a partir de verdades inmutables o a quedarse estancado en el pantano de las dudas. Se quejaba Hans Küng después del Concilio Vaticano II de que Roma no fuera el centro de la renovación conciliar sino “el de la resistencia postconciliar”. Los silencios taimados, los comentarios insidiosos, las declaraciones inapelables apagan cualquier intento de debate, y bajo la apariencia de una actitud sumisa, prospera la idea de que la doctrina debería permanecer intacta y de que el de la fe es un depósito inmodificable y muerto, como una pieza de museo.

Se trata, pues, de un depósito dinámico, que no soporta la inmovilidad. Las ventanas que el Concilio le abrió a la Iglesia permitieron ver que el inmovilismo doctrinal, que veda el diálogo y el ejercicio de la opinión, es contrario a la naturaleza del depósito de la fe. Así apareció una práctica con la que el papa Juan Pablo II sorprendió al mundo y escandalizó a los sectores más tradicionalistas: la petición de perdón a los judíos o por la condena de Galileo o por las guerras de religión. Coherente con esas peticiones de perdón, fue la rectificación de errores. Es la que se advierte cuando se compara, por ejemplo, el Syllabus de Pío IX en 1864 con los documentos del Vaticano II, un siglo después.

En 1864 se condenó cualquier reconciliación o pacto con el liberalismo; en 1965 se afirmaron los logros de la libertad y de la cultura moderna, tal como se lee en la Constitución sobre el mundo moderno. La afirmación sobre la Iglesia como único camino de salvación fue rectificada cuando el Vaticano II afirmó la posibilidad de salvación de todos los hombres, aun fuera de la Iglesia. A estos se pueden agregar errores como la excomunión del patriarca Focio y de la Iglesia griega; o la prohibición de los préstamos a interés, la condena de Galileo o la tesis medieval del poder temporal de los papas.

Hans Küng menciona estos y otros episodios de evidente error y anota que la rectificación, cuando la hubo, se hizo con fino disimulo o explicando el error por el cambio de los tiempos o de las culturas. “El gran milagro del Espíritu, señala el teólogo, es que pese a todas las caídas de la Iglesia, no es dejada nunca por Dios en su caída”. Y agrega que “la verdad de la Iglesia no es su proeza sino un hecho insondable de la gracia de Dios”.

Ese proceso de búsqueda que ocurrió en el sínodo, ese choque de opiniones entre cardenales, obispos, teólogos y laicos, esa afirmación del cardenal Burke sobre una Iglesia semejante a un barco sin timón, son hechos que en el pasado inquietaron y perturbaron por el temor de cismas, herejías y divisiones, para una comunidad eclesial acostumbrada a la unidad de pensamiento y aterrorizada ante la posibilidad de las condenas y anatemas que venían de lo alto.

La oposición, así vista, adquiere en la Iglesia un sentido radicalmente distinto del que tiene en las democracias. En estas, la opinión busca y se disputa el poder; en la Iglesia se busca la verdad.

Hoy es el Papa mismo quien invita a expresar libremente el pensamiento porque cree, no en el poder del Santo Oficio, ni en el de los censores de la curia, sino en la acción del Espíritu que conduce a su Iglesia.