En medio de la desescalada, ya todos sabemos más o menos cuánta gente puede estar en una terraza o si podemos o no tomarnos algo en la barra de un bar según en la fase en la que se encuentre nuestra provincia. Mucho menos claro está qué va a suceder en septiembre en los centros educativos. Precisamente en esta época todos andan cerrando como pueden un “curioso” curso, mientras intentan adelantarse al que viene en medio de una incertidumbre que no hay forma de solucionar.
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La realidad se impone
Hace muchos años que no trabajo en un colegio, pero cuando he escuchado las intervenciones de la ministra de educación o de algún otro responsable político, me quedaba esa inevitable sensación de escuchar una ciencia ficción propia de quien no ha estado al pie de aula en su vida. Obras de ampliación, reducciones de ratio a la mitad, duplicación de turnos, el elenco de medidas de higiene propia de esta situación… son planteamientos deseables, sin duda, pero muy difíciles de poner en marcha en la práctica con los recursos humanos, espaciales y económicos que se tiene. Por eso, no me sorprende demasiado que las comunidades autónomas estén reculando sus posturas a medida que sacan cuentas o se tropiezan con las dificultades más obvias.
Lo que está sucediendo en este ámbito es, en realidad, el proceso que todos tenemos que ir haciendo a lo largo de nuestra vida. Es importante tener claro cuáles son los ideales, qué sería lo mejor, pero las circunstancias son las que son y la realidad impone su ritmo y sus normas. A medida que vivimos el día a día, vamos tropezando (y a veces pegándonos de morros) con situaciones que desmienten la imagen perfecta que nos habíamos hecho en nuestra cabeza. Con los años vamos descubriendo que los demás tienen heridas como nosotros, que las situaciones son ambiguas, que las relaciones humanas no son siempre como “deberían ser” y que nosotros mismos reaccionamos como nunca nos hubiéramos imaginado.
Todos estaríamos preparados para vivir en un mundo ideal si existiera. El hecho es que hemos de aprender a acoger la realidad tal y como esta es, con sus límites y sus potencialidades, y adaptarnos a ella. No significa renunciar a mirar al horizonte o desistir del sueño de Dios, que siempre nos lanza más allá incluso de nuestras capacidades. Es cuestión de dejar de pegarnos con el muro de lo real y preguntarnos cómo podemos escalarlo y mirar lo que hay detrás de él sin necesidad de demolerlo.