Luego de este recorrido, a la luz de las reflexiones de este tiempo plasmadas en este libro, y a la luz del anhelo Sinodal, puedo decir, o apenas balbucear, que: somos resultado de los encuentros, somos consecuencia de una gracia llamada misterio, acontecido desde el momento mismo en que fuimos creados.
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Como personas, y en todo nuestro camino de Iglesia, hemos sido el resultado del encuentro vital con la fuerza divina que produce vida y significado, es decir, de una genuina alteridad que supera la gran tentación de la auto-referencia y la autosuficiencia, y por tanto de la sensación de auto-creación que impera en tantas propuestas de nuestros días, y que desde nuestro itinerario sinodal nos ubica en este nuevo Kairós eclesial que nos mueve a caminar juntos y juntas.
Por ello, desde el momento en que fuimos concebidos hemos sido, por gracia y misterio, bellamente condenados a construirnos unos con otros, a tener la posibilidad de plenificarnos unos con otros, a reconocernos como seres sinodales. No hay otra ruta que conduzca a la felicidad que no provenga de esa alteridad que nos revela una libertad concatenada y co-responsable con la libertad y plenitud de aquella de los otros y otras a mi alrededor. Esto es un irrenunciable e ineludible mandato existencial.
Y como en todas las cosas que tienen sentido en nuestras vidas nos aparece la pregunta fundamental sobre el misterio: ¿y, en concreto, ¿dónde o cómo se revela Dios o la Fuerza Superior en todo este entramado de encuentros, desencuentros, búsquedas y transformaciones? Bella pregunta que los insensatos cuestionan desde la increencia o desde la rigidez dogmática no-dialogante.
Dios yace detrás, alrededor, en el fondo, por encima, y a través de todo este proceso profundo de humanizarnos y de aprender a caminar juntos; es decir, de ir descubriendo día con día lo que somos, nuestro llamado particular, y la posibilidad de trazar un camino inédito hacia la plenitud desde la Sinodalidad que teje nuevas sociedades, y que nos ayuda a construir esa otra Iglesia posible en el sentido más fiel al modo de Jesús.
El Dios de la vida es el germen profundo que precede todo encuentro creador; igualmente es quien constituye la alteridad, incluso antes de haber sido concebidos en un sueño de amor, pues antes de siquiera pensarlo o desearlo ya nos tenía tatuados en la palma de Su mano.
Es Dios el que orquesta la sinfonía de la creación, llenando el vacío que jamás será respondido de modo total por ciencia alguna en cuanto al misterio original de la vida, y que por otro lado es la fuerza superior que emana los nuevos descubrimientos del saber humano y que nos permiten comprender mejor nuestro origen y destino vital; y es esa fuerza creadora la que desde el cordón que a todos nos tejió en el vientre, crea y recrea la pedagogía de la alteridad, la necesidad intrínseca de la sinodalidad. La necesidad del otro y de la otra para vivir, para existir, y para ser plenos, es pedagogía de Dios desde el inicio.
Es así que, en medio de todo nuestro caminar, aunque a veces no lo sepamos, no lo reconozcamos, o lo vivamos en las rebeldías y en las expresiones mega-racionalistas de incredulidad, ahí también está presente Dios acompañando nuestra libertad para reconstruir nuestra ruta de vida, para reconocernos como hermanos, sin exclusiones de ningún tipo, porque aún en el silencio del sinsentido y en la vivencia autómata de dejarnos llevar por la marea, ahí está respetando y acompañando el momento en que la pregunta sobre el futuro y sobre el encuentro con el otro aparece nuevamente para sacudirnos desde las raíces. El horizonte sinodal está vigente y actuante en toda búsqueda que quiere ser genuinamente redentora de nuestra pobre y hermosa naturaleza como humanidad.
Sociedades líquidas y sinodalidad
En tiempos de sociedades líquidas, amor líquido, economía y política líquidas ¿existencias líquidas? – como argumenta brillante y proféticamente Zygmunt Bauman–, es imperante que los sujetos en camino encontremos fuentes bien hondas para asumir la liquidez indomable de nuestro entorno, incluso aún para entender el cauce de la propia liquidez de nuestro ser. Lo fundamental en esta aparentemente tarea imposible, es que reconozcamos que todo flujo sigue un cauce que se origina previamente, y dicho cauce se configura por los propios linderos que lo acompañan permanentemente. Desde la fe, para los que creemos en Jesús, experimentamos que esa búsqueda de sentido está presente en todo el proyecto que Él nos presentó. Creer y crear otro mundo desde el sentido, desde el encuentro, desde la justicia y la fraternidad. .
Por tanto, cuando reconocemos que no somos nosotros los que nos creamos a nosotros mismos, entonces la liquidez se vuelve una posibilidad de reconocer el origen del torrente de vida; se vuelve también un doloroso y revelador proceso de reconocer los linderos que nos limitan y se tornan, si nos dejamos conmover, en medios para comprender la libertad de una manera dialogante con otras existencias y premisas más allá de las mías únicamente. ¿Los linderos de nuestra comprensión son, de hecho, una hermosa oportunidad de reconocer la inter-dependencia inescapable de unos-as con otros-as que nos llevan a nuevamente afirmar la alteridad como razón primera de nuestro ser y estar aquí?, o acaso, ¿los linderos se vuelven la restricción a nuestra pretendida y malograda auto-suficiencia que justifica el que podamos hacer cualquier cosa que nos parezca, por encima de los demás? El peligro con la última perspectiva es que reduzcamos o fracturemos toda alteridad a solo aquellos que existen en los reducidos circuitos de mi pensar y existir, por consiguiente, quedaríamos atrapados viviendo de convicciones triste y pobremente sustentadas en una falsa libertad que se origina en la noción de una existencia líquida auto-creada, auto-delimitada y sin idea de horizontes, y, evidentemente, sin posibilidad de abrirse a un horizonte real de Sinodalidad existencial, eclesial, humana, e incluso cósmica.
Ante todo esto, los creyentes en un proyecto de reino buscamos cada día sostenernos en una noción hermosa que nos lleva a constatar que provenimos de un torrente de vida que nos construye en existencia profunda y colectiva como cuerpo de Cristo; se trata de una afirmación originada en la convicción sobre el misterio de la gratuidad que dio paso a nuestra vida, y toda vida, y que sigue siendo el sustento de toda posibilidad de ser y estar en el mundo y más allá de éste. La vida, proyectada por el misterio y asumida como entrega, se revela como palabra, proyecto y espacio comunitario de encuentro, y se torna en un flujo de vida inacabable. Así, el misterio del encuentro se vuelve un lindero luminoso para entender la condena a una libertad construida alteritariamente, con horizonte sinodal.
En todo proyecto de caminar juntos-as, la vida tiene la última palabra
Desde nuestra perspectiva de seguidores de un proyecto de reino asumimos que la libertad interior es el don inalienable más determinante que tenemos y el cual debemos anteponer frente a toda imposición externa, implícita o explícita. Es decir, la posibilidad de elegir la actitud interna, y por lo tanto externa, con la que afrontaremos las circunstancias de la vida por más complejas que ellas sean. Toda nuestra inconformidad esperanzada se sustenta en la Resurrección, así como reconocemos la muerte de Cristo, no como una búsqueda premeditada, sino como el resultado y la clara consecuencia de una opción de vida tan plena, profunda, sinodal, coherente y tan libre ante los poderes más opresores, reconocemos también que todos-as tenemos una llamada y responsabilidad para asumir en serio las bellas posibilidades de asumir la sinodalidad como don y como opción por los otros, y también como responsabilidad hasta las últimas consecuencias.
El proyecto de vida ofrecido por este Jesús histórico y de la fe, genera fundamentos profundos y cimientos de solidez única, aún ante las rasgos imperantes de la sociedad líquida y liquidándose.
Y en ese sentido, sólo desde esta certeza de comprender la vida plena como entrega absoluta en libertad y opción por los otros y otras, podemos entonces concebir el sentido de la Resurrección como un hecho fundante de nuestra fe solidaria con la vida y con los otros-as, donde la muerte no tiene, ni tendrá nunca, la última palabra, y donde abrazamos una ruta pascual que es también puerta hacia un caminar juntos con Él, y con todos-as.
La Pascua que conduce a la Resurrección es un hecho que se sigue suscitando todos los días, y en todos los tiempos y momentos, donde los seres humanos elijen, o no, ejercer su vocación hacia la vida y en medio de la vida, y donde reconocemos la nueva existencia que se regenera como promesa, posibilidad y realidad por construir. La Resurrección es invitación a creer y constatar una vez más que “donde abunda el pecado sobreabunda la gracia” (Rom. 5, 20), y que la muerte, o todas las actitudes que la generan desde el poder, exclusión e inequidad, no tendrá la última palabra jamás. Seguimos navegando por las aguas de la Sinodalidad en la esperanza del encuentro cotidiano, del encuentro humano, del encuentro cósmico, con Él.
Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro Pastoral de Redes y Acción Social del CELAM