Ayer, mi hijo comenzó su andadura en la educación formal en un colegio público que queda cerca de casa. Por sus características personales –y tal vez con un poco de ayuda previa con explicaciones sobre el centro y la docente– no hubo llantos durante la separación ni inconvenientes a la hora de entrar en clase. “¿Un sitio nuevo donde hay juguetes que puedo tocar? ¡Eso tengo que explorarlo!”.
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Así que lo dejé en manos del Estado y, mientras caminaba de regreso a casa, estuve reflexionando sobre la sensación que me iba acompañando en el camino.
Soy Padre
No soy el padre-colega que busca en su hijo la proyección de una amistad perfecta; tampoco el padre-sobreprotector que le evita a su descendencia todo contacto con el sufrimiento. Si debe aprender a gestionar sus frustraciones, que lo haga; estoy ahí para ayudar, guiar y consolar, pero no para vivir por él.
Esta sensación que me queda cuando él no está, que a veces es como la de un planeta al que le falta un satélite, me ayuda a entrar en la doble dimensión cronológica de la paternidad; me obliga a mirar hacia adelante para ver el futuro hacia el que se dirige la persona en crecimiento sin dejar de prestar atención al trayecto recorrido hasta ahora por las generaciones que nos precedieron en la propia familia.
No soy solo padre, sino que también soy hijo.
Soy hijo
Hay una verdad absoluta de la que nadie puede renegar: todas somos hijas, todos somos hijos. Como dice Francisco en ‘Amoris laetitia’, “la vida no nos la hemos dado nosotros mismos sino que la hemos recibido” (AL, 188). Sin embargo, esto no parece quedar claro para todo el mundo. En mi propio entorno familiar se puede apreciar esa desconexión de las generaciones anteriores; y no es necesario remontarse a la memoria de un bisabuelo, ni siquiera a la de un abuelo, sino que se percibe en el trato que se da a los propios padres, demasiadas veces utilizados en función del beneficio que se pueda obtener de ellos.
En demasiadas ocasiones, las aspiraciones adolescentes de rebeldía frente a los progenitores permanece durante la edad adulta y se reniega de ellos de mil maneras:
- Infantilizando la vejez, degradando sus necesidades, opiniones y demandas a meros caprichos de senectud.
- Imbuyendo de magia a las residencias geriátricas, creyendo que son capaces, por sí mismas, de mejorar la calidad de vida de cuantas personas ingresan en ellas, eliminando de la ecuación la soledad y mercantilización a la que nuestros mayores son sometidos.
- Guardando rencores juveniles y devolviendo, a modo de castigos y chantajes emocionales, las sensaciones y frustraciones vividas en etapas anteriores del desarrollo.
- Facilitando el pensamiento de que se estorba en la vida de los hijos e hijas, mediante palabras duras e hirientes.
Como decía, ser padre me conecta con ser hijo. Y a los padres de los padres les empuja a ser abuelos, que a su vez lleva al hijo a sentirse nieto. Y en esa red de relaciones que se amplía e interconecta, el corazón se llena de nombres que, más adelante en la vida, permanecerán como modelo de cuidado mutuo y responsabilidad social.
¿Seré Espíritu Santo?
Si soy padre y soy hijo, me falta una cosa para ser trinitario: Espíritu Santo.
Pero por mucho que sople, creo yo que solo conseguiré ponerme colorado y alcanzar un estado de hipoxia, así que dejaré que la Rúaj venga de donde deba.
Dice Francisco en la hermosa carta de ‘Christus vivit’ que “al mundo nunca le sirvió ni le servirá la ruptura entre generaciones. Son los cantos de sirena de un futuro sin raíces, sin arraigo. Es la mentira que te hace creer que solo lo nuevo es bueno y bello” (CV, 191). Así que espero no dejarme aplastar por un mundo que señalará cada cabello que huya de mi cabeza, cada arruga que la preocupación o la sonrisa me proporcionen, cada centímetro que mis ojeras se acerquen al suelo.
Mi hijo, por su parte, con esta etapa que comienza está incorporándose a un mundo de relaciones sociales nuevas que espero pueda enriquecer con los valores transmitidos desde casa. Algún día llegará a ser adulto y espero que sepa valorar –crítica y racionalmente– el camino que recorrió.
No seré –ni quiero ser– el Espíritu Santo, pero confío en que su soplo de Vida Nueva me ayude en la tarea de ‘humildar’ mi lugar entre las generaciones familiares; que no me vea a mí mismo como una máquina quitanieves que abre camino con su pala, sino más bien como una hormiga en su fila, con una función concreta pero parte de una obra mayor.
Todo eso se puede pensar desde el colegio a casa. Se me ocurría que –más o menos como dice una canción– son las cosas de la vida, son las cosas del crecer.