Acabamos de salir de la celebración de la Vigilia Pascual, nada que ver con la solemnidad de estos años anteriores. Todas las parroquias de la capital juntas en la Catedral, con sus cirios, una hoguera en un gran pebetero de hierro en la puerta, y creyentes con ganas de vivir este momento y sus sacerdotes, cofrades de distintas cofradías y el coro formado por los coros de las distintas iglesias, canciones, luces, flores, lo mejor del ajuar catedralicio…
- Consulta la revista gratis durante la cuarentena: haz click aquí
- Toda la actualidad de la Iglesia sobre el coronavirus, al detalle
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Ayer, en una pequeña y austera capilla, sólo éramos celebrando cinco adultos y dos niños, siete, el número perfecto. Somos los que vivimos en dos viviendas incrustadas en este gran caserón, que es el obispado, y que, además, contiene los despachos, el museo diocesano, el archivo histórico, una serie de habitaciones del antiguo palacio episcopal y otras tantas que van guardando ordenadamente obras de arte de menor calado, que vamos almacenando según se cierran los monasterios, los conventos, las capillas, las iglesias… y todas aquellas imágenes deterioradas que nos quedan de la última guerra civil.
Nuestra capilla está hecha de retazos, memoria viva de tres monasterios de contemplativas que ya se cerraron hace años en nuestra diócesis. Las centenarias celosías de madera, de un antiguo locutorio, forman el altar y la sede; el sagrario, el que ellas reservaban solo para el monumento del jueves santo; las 12 sillas de enea de su último refectorio; la credencia y los manteles, de un grueso y antiguo lino, congregan años de oración, trabajo callado y contemplación. Cuando entras, rápidamente te sumerges en un espacio que llama al silencio y te acoge el corazón. No puedo por menos de pensar en aquellas monjas, en su vida sacrificada y callada, dedicadas a trabajar para sustentarse y a orar por los demás. De aquellos tres monasterios solo queda este espacio de oración vivo y recogido en la simplicidad de cuatro paredes y sus sencillos elementos.
De las tinieblas a la luz
En la homilía de anoche recordaba que la Historia de la Salvación es una historia de luz. Dios es la Luz, mientras que la impotencia y el sufrimiento humano se describen en la Biblia bajo la imagen de las tinieblas, la oscuridad, hasta el punto de que el camino hacia nuestra felicidad plena se simboliza en el paso de la noche al día, de la oscuridad a la luz: “Cambiaré ante vosotros las tinieblas en luz” (Is 42,16). Pues bien, ¡son cuatro las noches que, por la misericordia de Dios Padre, han iluminado nuestra existencia!
- La Noche de la Creación: “La tierra era caos y oscuridad. Dijo Dios: «Que exista la luz», y la luz existió” (Gn 1,1-3). ¡Nuestra existencia es un destello de la infinita luz de Dios! Y nosotros existimos por amor.
- La Nochebuena: “A los que vivían en tierra de sombras, una luz les brilló” (Is 9, 2). La Revelación de Dios, que culmina con la Encarnación de Dios entre nosotros, se hace luz en la noche de nuestra búsqueda impotente.
- La noche de la Pascua: que significó para el pueblo judío el momento cumbre de su liberación. La salida de Egipto, el paso del Mar Rojo y el camino por el desierto a la Tierra Prometida, no eran sino imagen de la plena liberación que Cristo nos obtuvo por su muerte redentora y por su resurrección.
- La Noche de la Purificación: me refiero a la necesidad que tenemos de apropiarnos de ese tesoro de gracia. No basta con que se anuncie que la luz de Cristo ha vencido las tinieblas, sino que es necesario que ese acontecimiento tenga lugar en cada uno de nosotros, es decir, que lo personalicemos en nuestro interior.
Estas cuatro noches, nos llenan de esperanza ante las situaciones de oscuridad y aislamiento que estamos viviendo o que podemos atravesar a lo largo de nuestra vida. ¡Cristo ha resucitado! y, en consecuencia, tenemos sobradas razones para la confianza y la alegría. ¡La noche es tiempo de salvación! Ánimo y adelante.