En las casas, es común escuchar a los padres exigir ciertas actitudes y actividades como “levanta tus trastes”, “respeta a tu hermano”, “termina tu tarea”, y muchas otras que, sin el contexto correcto, podrían sentirse como imposiciones arbitrarias. Ante ello, me llega a la mente el refrán que reza: “Quien bien te quiere, te hará sufrir”.
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Es evidente que, al exigir cierta disciplina y comportamiento, los padres de familia obran por amor. Quizá los hijos no logran visualizarlo, pero la finalidad de dichos requerimientos es dotarles de elementos para que sean exitosos en la vida.
Desde la perspectiva espiritual, puedo decir que los diez mandamientos son también exigencias que Dios nos pide, no como para esclavizarnos a un cumplimiento autómata o bajo obligación por miedo a un castigo, sino más bien, para mostrarnos el camino a la felicidad asociada al cumplimiento de su voluntad. Así como sucede con nuestros hijos, al esforzarnos por cumplir los mandamientos divinos, desarrollamos la capacidad de caminar con certeza, a pesar de las dificultades naturales de la vida.
Es común que en los apostolados también se definan ciertas exigencias asociadas a su Carisma. Con su práctica, ellas serán traducidas en virtudes que nos lleven por un camino de santidad, pues Dios nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre y sin consistencia.
Del mismo modo, en el matrimonio, también existen exigencias que nos permiten afrontar con éxito los diferentes desafíos que aparecerán a nuestro paso, como enfermedades, dificultades económicas, complicación en la educación de los hijos, etc. Dichas exigencias son presentadas en el Catecismo de la Iglesia Católica, y son unidad, indisolubilidad y fidelidad. No es mi intención abordar sobre cada una de esas exigencias, sino más bien, llamar la atención sobre la importancia que tienen y lo necesario que es esforzarnos en su cumplimiento.
Como a un deportista de alto rendimiento, el esfuerzo se traduce en fortaleza y el cumplimiento de las exigencias que emanan de una mirada auténtica de amor, se traducen en la capacidad de amar y ser felices. Así que antes de renegar del esfuerzo que tu vocación te requiere, redobla tu empeño y pon la mirada más adelante, en la corona que no se marchita.