Me encantan los objetos de papelería. Aunque me contengo mucho, los cuadernos, libretas y post-its atraen mi atención de manera inevitable. Lo gracioso es que la mayoría de las veces no sé a qué los dedicaría ni que uso les daría, pero esta razón práctica no puede acallar el modo en que me hipnotizan. Cuando quiero pensar en lo que significa iniciar un año, en seguida se me viene la sensación de empezar a usar un nuevo cuaderno.
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Al principio tenemos mucho cuidado en tener una letra legible y combinar los colores de la forma que más nos gusta y más visual nos resulta. Con todo, no es extraño que, a medida que pasan sus páginas, vayamos escribiendo en él con mucha menos delicadeza y se nos escape más de un tachón. Y, sinceramente, no sabría decir qué prefiero: si una libreta impecable o una desgastada por el uso y llena de borrones. La primera habla de cuidado y atención, mientras que la otra nos recuerda que no todo se puede controlar y la improvisación forma parte de la existencia.
En estos primeros días de enero cada uno de nosotros estará inaugurando un nuevo cuaderno de 365 páginas. Algunas de ellas serán memorables y las llenaremos de letras de buena caligrafía, igualaditas y ordenadas que no nos cansaremos de mirar. Otras estarán llenas de tachones, palabras ilegibles y frases que hubiéramos querido expresar de otro modo. Sea como fuera, todas esas páginas conformarán el nuevo año que estrenamos y, en creyente, estarán atravesadas por ese empeño divino de acercarse a nosotros y sacar a la luz nuestra mejor versión… aunque sea “con mala letra”.