Iniciamos el pasado Miércoles de Ceniza la Cuaresma, y en este su primer domingo aparece el clásico pasaje de las tentaciones que sufre Jesús en el desierto por parte del demonio. Leemos el texto de Lucas, casi igual a la narración de Mateo. Marcos apenas las menciona y Juan las omite.
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La narrativa de Lucas siempre es bella, como testigo externo -según el mexicano Villoro, que ve en los cuatro evangelios las cuatro formas diferentes de escribir un reportaje- que reúne fuentes y testimonios dispersos para construir su historia.
Con esa capacidad redactora, el médico nacido en Antioquía nos ofrece una interesante confrontación entre Jesús y el diablo: éste, seguro de que su rival tiene hambre, después de un prolongado ayuno, lo tienta para que haga uso de su poder en beneficio propio; en un segundo momento lo quiere seducir con el deseo de tener, aunque para ello se pierda la dignidad; y, en la culminación del encuentro, al más puro estilo de las coplas, intercambian textos bíblicos, cuando el demonio le invita a alardear de su condición divina.
Jesús sale triunfador de la batalla, aunque el evangelista cierra la narrativa diciendo: “al ver el diablo que había agotado todas las formas de tentación, se alejó de Jesús a la espera de otra oportunidad”.
Y así fue, y así es. Las tentaciones continuaron para Jesús y están presentes para nosotros, día a día. Pero no en la forma complaciente de quien sucumbe ante una golosina que se había jurado no volver a probar, o cuando se cae en una clara provocación para criticar a alguien, o en el momento en que nos distraemos más de lo debido. No.
Las verdaderas trampas son las mismas que enfrentó Jesús: el mal uso del poder que nos lleva al autoritarismo y no al servicio; el afán de posesión que nos impide compartir, ser generosos y, sobre todo, el deseo imperioso de aparentar, de demostrar, de alardear, olvidando la necesaria sencillez y austeridad, garantías de auténtica felicidad.
A fin de cuentas, las tentaciones son aquellos espejismos que nos llevan a tomar un camino diferente al que nos habíamos trazado, una ruta que, en apariencia, nos permitirá llegar a la meta antes de lo planeado y con menos dificultades pero que, en realidad, nos obligará a un arribo diferente y nocivo.
Para nuestra querida Iglesia Católica estos embaucamientos están más presentes que nunca. Ojalá seamos capaces de rechazarlos.
Pro-vocación
No hay justificación posible para lo que Rusia está haciendo con Ucrania. Ni histórica, ni geopolítica, ni, mucho menos, económica. Es cierto que los Estados Unidos no tienen la mínima autoridad moral para criticar lo hecho por los soviéticos: el “Tío Sam” acumula muchas cuentas pendientes semejantes, pero ello no nos permite dejar de oponernos a tal barbarie. Causar muertes, en especial de civiles, nunca debería recibir nuestro respaldo. La guerra es el signo más diáfano de in-humanidad.