Hemos pasado demasiados años, incluso siglos, delimitando identidades y estableciendo criterios ‘claros’ para distinguir el ser ministerial de laicos/as, religiosos/as y sacerdotes más como un acto de proteger las diferencias y, por tanto, afirmando divisiones, que como un enriquecimiento mutuo en el valor de la diversidad para la conformación de un solo cuerpo como Iglesia (1 Cor. 12). Nuestro llamado hoy es a constituir un proyecto compartido, que respete y promueva potencialidades particulares, estando ellas bajo el criterio del amor y la fraternidad en el seguimiento del que nos llama a que haya vida y vida en abundancia para todos y todas sin distinción. La Iglesia somos todos, y todos los creyentes somos Iglesia.
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La identidad laical, en la tradición de nuestra fe, estuvo inicialmente asociada al ser ‘pueblo’, lo cual expresaba ausencia de sabiduría o de un cargo. Sin embargo, con los años hemos entendido que este ministerio es una verdadera gracia para la Iglesia, por ser la presencia más profunda en el mundo, en medio de los gritos y esperanzas de las personas, de quienes representan el diario vivir de la absoluta mayoría laical de la Iglesia que está ‘encarnada’ como el propio Jesús en medio de su pueblo.
Dicho esto, presentamos algunos rasgos aproximativos de un liderazgo laical imprescindible en el momento presente para seguir siendo una Iglesia creíble, creyente y encarnada, e incluso como criterio para determinar nuestra continuidad y subsistencia como Iglesia en el tercer milenio.
Con mirada de Adviento
A propósito de las fechas litúrgicas que acabamos de celebrar, es un liderazgo que se vive como una espera activa y que se renueva permanentemente. Asume la necesidad de una preparación interior seria por la certeza de la llegada permanente de una Buena Noticia en las periferias que nos invita a colaborar con la construcción de otro mundo con y más allá de nuestras propias limitaciones personales y como sociedad.
Con profunda libertad interior
El liderazgo laical requiere de una capacidad de relación personal y profunda con Cristo y de una espiritualidad liberadora, que le permita desarrollar un discernimiento sistemático, permanente, personal y comunitario, para poder actuar como agente de Iglesia en el mundo a partir de la realidad concreta. Abrazando la riqueza de la tradición, pero a la luz del ser y quehacer del pueblo de Dios. Es decir, más allá de formas y estructuras, respondiendo a los Crucificados del día con día al modo de Jesús.
Tiempos, lugares y personas
Capaz de distinguir la diversidad y poder situarse en ella: tiempos, lugares y personas. En mi propia espiritualidad de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, puedo reconocer que el laicado necesita más allá de fórmulas preestablecidas, una enorme capacidad de análisis, adaptabilidad y la sabiduría de estar en el mundo situándose adecuadamente en cada sitio para impulsar más Reino en cualquier contexto.
- Tiempos-temporalidad. Es importante, como fue nuestra experiencia en el camino sinodal amazónico aún en marcha, distinguir los ritmos distintos y sus posibles tensiones.
Es necesario un liderazgo que sea capaz de identificar lo más urgente y en lo que se debe responder con toda fuerza y sin demora alguna por encima de cualquier otro criterio como en la actual crisis-emergencia climática en clave de ‘cronos’. Es decir, en la temporalidad impostergable de los gritos del ahora, porque la Amazonía y la Tierra toda están en llamas (material y simbólicamente) y no hay tiempo qué perder. La respuesta creíble y creyente debe ser en el actuar con una ética implacable y poniendo todos los medios para responder, denunciando el pecado estructural que está en el origen de la crisis por este sistema sostenido en la cultura del descarte.
Pero, al mismo tiempo, este liderazgo laical debe ser capaz de percibir la huella de Dios y su revelación progresiva, esa que va mucho más allá de cualquier proyecto particular, visión parcial o postura ideológica, y que debe ser asumida como un kairós. Es decir, el tiempo preciso, el tiempo de Dios, un tiempo que es movimiento, y es inasible, irreductible, y también ingobernable por nuestros criterios limitados. Es como la Ruah, la Espíritu, que sopla donde quiere y como quiere.
- Lugares-territorialidad. La categoría territorial se torna esencial, como ha sido en la experiencia eclesial Amazónica, descubriendo en las identidades particulares de los sujetos que ahí viven las semillas vivas del Cristo desde sus propias culturas sin necesidad de ninguna práctica colonizadora o de imposición. Se trata de abrazar la amplitud de los rasgos geográficos particulares, la diversidad ecosistémica que es hoy imprescindible para asegurar un futuro planetario con la defensa de la biodiversidad como acción reino-céntrica, y sobre todo desde las propias identidades de mujeres y hombres diversos con quienes nos sentimos llamados a ser hermanos a la luz de su propia territorialidad. El pretender responder desde la imposición de la visión territorial dominante no hace sino matar la presencia de Dios que es diverso como la misma Trinidad.
- Personas-estructura eclesial. Este criterio para el liderazgo laical está asociado, según mi experiencia personal, a la capacidad de develar los rasgos propios de los sujetos que encaminan los procesos eclesiales (ver con amor y criticidad a las personas por lo que son). Se trata de distinguir los móviles particulares, los intereses que representan las personas, y comprender el origen y trayectoria de los sujetos concretos para saber de dónde vienen y a dónde van.
En el Sínodo Amazónico fue evidente identificar a (1) los sujetos periféricos, mujeres y hombres de Iglesia, líderes indígenas y comunitarios, y otros/as provenientes de una realidad tradicionalmente marginada, sufriente, muchas veces amenazada, y en cuyos ojos se percibía la esperanza irrenunciable de quien se sabe escuchado por primera vez y que no dará marcha atrás luego de venderlo todo porque ha encontrado un tesoro anhelado en el corazón y en la casa de su Iglesia y del Papa Francisco.
Y, por otro lado, era también muy claro quienes eran (2) los sujetos del centro, que no quiere decir necesariamente todos los que representaban a la estructura de la Iglesia Vaticana (aunque evidentemente muchos de ellos entraban en esta categoría), quienes querían oponerse a todo cambio y a toda costa. Experimentaron al Sínodo Amazónico como verdadera amenaza para la ortodoxia y el buen ser y buen nombre de la Iglesia. Sus gestos y actitudes expresaban la posición del que conserva, del que intenta precautelar, y eventualmente una postura de defensa sobre un inexistente intento de dañar.
Con todo esto, lo cierto es que la irrupción de la periferia en el centro fue un gesto revolucionario y creemos firmemente que en la Iglesia se ha marcado un antes y un después del Sínodo Amazónico. Por ello el liderazgo laical debe ser capaz de no absolutizar ninguno de los polos en tensión, sino de identificar lo más propio de Dios, lo que conduce a más vida plena aunque produzca incomodidad o cierta ruptura, y ha de ser un liderazgo que se compromete hasta las últimas consecuencias para crear las condiciones de diálogo, sanando las heridas producidas por las incomprensiones, y que tienda puentes para el mañana donde según tiempos, lugares y personas, sea posible responder a los gritos de los tantos crucificados del día a día en la Amazonía y en el mundo.
Un liderazgo laical, pero compartido, para ser gestores de una progresivamente nueva Iglesia fiel a lo mejor de su historia, pero sin miedo de situarse en el camino hacia el mañana creando condiciones de Reino en medio del mundo donde acontece la Encarnación del Cristo vivo, junto con este pueblo de Dios que camina y caminará sin parar, a pesar y más allá de todo y de todos.