Por mucho que lo intentemos, no se encontrará. Sin saber lo que es, no se encontrará. Es como buscar el tesoro escondido que se regala con sorpresa a quien con una pala se toma todo al pie de la letra y se pone a excavar el mundo entero. No tiene sentido creer que se alcanzará lo que solo puede recibirse.
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Olvidamos que Jesús nació judío. Olvidamos que tanto María como José eran judíos. Olvidamos que crecieron como judíos. Olvidamos que todos los que le rodearon muy de cerca eran judíos. Olvidamos que solo después de un tiempo comenzaron a llamar cristianos a esos judíos que proclamaban que el Mesías ya había venido, que el Esperado se había Encarnado, desde lo más humilde y hasta lo más abominable, pero que había Resucitado. No hay Misterio de Navidad, sino a la Luz de la Pascua.
Tanto Mateo como Lucas nos dan señales más que claras de ello. No hay Navidad sin la Pascua entera. No habría nada que celebrar en la Historia, salvo la entrega dedicada de una madre, un padre que debe confiar y una situación absolutamente complicada. Pero, en seguida, llegó la grandeza, según los relatos. Se quiso mostrar, desde el inicio, un relato de Vida y Comunión que cultivaba de nuevo la Esperanza. El nacimiento del niño, tal y como está escrito, nos devuelve a la espera.
Dos gestos
Dos gestos, tomados de uno y otro evangelio, nos pueden dar luz estos días, por si acaso se despierta algo en nosotros que nos lleve al encuentro con el Dios que se abaja.
El primero, los humildes pastores convertidos en testigos. De ellos no se dice nada de ninguna entrega generosa, nada por el estilo. Sencillamente, son sujetos de una nueva vocación, en paralelo claro con María. Dios vuelve a anunciarse, su Palabra vuelve a prender y hacerse creíble. Los que viven al margen de la sociedad, tantas horas en tierras nada bucólicas, creen que el Mesías ha llegado, que el Salvador ha nacido. Para ellos el signo, la señal por la que comprenderán todo será esta: “Encontraréis una criatura envuelta en pañales y acostada en un pesebre.” ¡Ojo, ojo! ¡Nada más y nada menos! ¡Y lo dicen un ángel que termina rodeado de un ejército celestial cantando! ¡Ojo!
Ya sabemos, porque lo sabemos, que al final del Evangelio se correrá a la tumba de Jesús para verla vacía. ¡Y se creerá con ello!
El segundo, de Mateo. Los generosos en el nacimiento de Jesús son los sabios venidos del Oriente, a los que la tradición pone nombre, luego les pinta la piel e, incluso, son adorados en la catedral de Colonia. Los generosos que ponen allí regalos, del todo inservibles, son esos peregrinos de la Estrella. Pero más que por los dones presentados, lo es por el beso reverencial que dan. De ellos se dice: “Al entrar en la casa vieron al niño con María, su madre; y postrándose (tumbándose en tierra) lo adoraron (le dieron un beso); y abriendo sus cofres…”.
Ya sabemos, porque lo sabemos, al otro extremo del texto, los apóstoles adoran a Jesús resucitado en Galilea, justo antes de recibir la misión. En el pasaje final se anota, curiosamente, que algunos dudaron. Lo que no pasó al principio. Inmediatamente después, la gran Palabra, sostén en la fe para tantos cristianos: “Yo estaré con vosotros todos los días hasta el final del mundo”. Con nombre, Emmanuel.
Lo esencial de la Navidad será irreconocible. Buscaremos y adornaremos aquello que solo puede encontrarnos y embellecernos. No hay más camino en Navidad que el de la Encarnación que viene. Lo nuestro será ponernos a tiro, elegir aquellas mediaciones que mejor nos hablen y hablen al mundo de hoy. Pero ni la alegría, a la que los pastores son convocados, ni la salida que emprenden los sabios, tan misteriosa, provienen de ellos mismos. La Navidad es inasequible, es inaccesible. Sin embargo, se puede vivir auténticamente con fe, con confianza en Dios, con libertad para abandonarse, y, muy probablemente, solo desde la necesidad y sed de Dios y el amor por la vida propia y ajena. Pero para Dios, nada hay imposible. Y viene, toca el corazón y pasa, sin saber muy bien ni cómo ni para qué, sin por qué enclaustrado.