El 20 de octubre se cumplieron cinco años desde que ETA tuvo una idea sensata y dejó de matar. Quienes hoy entran en la universidad tendrán un vago recuerdo de lo que era vivir con la constante amenaza del terrorismo, salvo que pertenezcan a una familia señalada por la banda debido a la profesión o ideología de sus padres. Esos conocen el olor y el sabor del miedo.
ETA no se ha desactivado aún, pero ya no está entre las principales preocupaciones de los españoles, ni siquiera de los vascos. Y aunque es saludable que la mayoría haya perdido la costumbre de mirar bajo su coche, no deberíamos olvidar la razón de esa precaución.
De lo contrario, pasará lo que la víspera del 20 de octubre, cuando unos niñatos –dicen que estudiantes– reventaron en una universidad la conferencia de un expresidente amigo de un histórico magistrado asesinado a pocos metros de donde vociferaban. El eterno retorno de los bárbaros.
La memoria también es para quien la trabaja porque forma parte de un entramado que nos relaciona. Pero requiere un esfuerzo y el adanismo lleva con fatiga la comprobación. Por eso, se puede escuchar alegremente estos días que la Iglesia no dijo nada en los tiempos del plomo etarra ni lo ha dicho después. Se afirma tal cosa aferrándose al cuarto y mitad de debilidades humanas que hay en todo colectivo, ya sea un pastor esquivo o una equidistancia que supo a connivencia.
Hoy se sigue ignorando el papel que la Iglesia jugó esos años. Bastaría hojear las innumerables pastorales (muchas contenidas en La Iglesia frente al terrorismo) o el magisterio del obispo Uriarte (denostado por algunos de los suyos) en Palabras para la paz.
Como las plantas, con su labor callada, la Iglesia sigue contribuyendo a hacer respirable una paz llena de ausencias. Lo que ha hecho en la sombra daría para otro par de buenos tomos. Quizás cuando flaquee la memoria…
Publicado en el número 3.009 de Vida Nueva. Ver sumario
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