Me viene a la cabeza con frecuencia algo que decía un administrador de nuestros colegios. Él siempre afirmaba de manera rotunda que “lo más caro del mundo es el tiempo, porque no hay”. Hay momentos en los que me acuerdo de esa frase, especialmente cuando saboreo en propia carne su ausencia, ando haciendo equilibrios con la agenda y, en el fondo, añoro días de más horas de las que en realidad tienen… y pueden tener.
En esta época, en la que se me concentran las tareas y los fuegos por apagar, está circulando el anuncio de un licor que habla precisamente del tiempo y de cómo lo invertimos. Sin pretender hacer propaganda, lo que se pone de relieve en ese vídeo es el contraste entre las horas que dedicamos a contemplar una pantalla y las que invertimos en encontrarnos cara a cara con las personas que nos importan y a las que queremos. No voy a entrar a cuestionar este tema, pues para quienes vivimos lejos de nuestros allegados, la tecnología se convierte en un puente que nos une, pero sí hay algo que me ha hecho pensar sobre cómo nos organizamos.
Cuando la agenda se pone “cuesta arriba”, los frentes se multiplican y las tareas aprietan y casi asfixian, no es extraño que sean las personas concretas las que salgan perdiendo en nuestras decisiones. Quienes nos rodean sufren los daños colaterales de acabar optando por lo urgente en vez de por lo importante, porque las relaciones humanas exigen “perder” mucho tiempo, incluso aquel que no tenemos. Y me da a mí que ese Galileo al que seguimos no entendería mucho de estas prisas nuestras y que la urgencia del Reino que a Él le movía no le impedía, sino que le urgía a atender con dedicación a los rostros concretos con los que se topara.
No sé vosotros, pero yo estoy deseando que se me pegue esa sabiduría existencial del Evangelio que desbordaba Jesús, porque “¿quién de vosotros puede, por más que se preocupe, añadir un solo codo a la medida de su vida?” (Mt 6,27)… y ¿qué vale la vida si no se ama?