Sin duda, los días que experimentó Jesús desde la entrada triunfante en Jerusalén hasta su Resurrección son la síntesis más compleja de nuestra humanidad y el camino posible para salvarnos de la esclavitud. Sin embargo, a diferencia de él, muchas veces cometemos errores producto de nuestra fragilidad e historia que no nos permiten terminar en la gloria que Dios Padre nos quiere regalar.
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A continuación, un breve repaso de los errores más frecuentes que podemos realizar, para poder atravesarlos con mayor conciencia y así integrarlos para acercarnos más a Dios Amor.
- Quedarnos pegados en el deseo de triunfo: la ilusión de dominar, de dejar huella en el mundo, de impactar la vida de los demás y ser reconocidos como reyes o reinas es una tentación demasiado grande, que equivale a quedarnos absortos en las alabanzas, palmas y olivos del domingo que recuerda la entrada a Jerusalén. Sabemos lo efímero y banal que puede ser esta “fama” y popularidad; sin embargo, es una droga muy adictiva que calma nuestros vacíos afectivos y nuestra búsqueda incierta de amor y validación.
- Quedarnos pegados en la traición: si Jesús se hubiese quedado rumiando eternamente en la acción de Judas o del mismo Pedro, sin enfocarse en su entrega y misión divina, jamás habría tenido la fuerza para hacer lo que hizo. Sin embargo, muchas veces nosotros nos quedamos pegados en las traiciones que hemos cometido o la que nos han hecho y perdemos toda nuestra energía vital en ello, con resentimientos, dolores, deseos de venganza o heridas sangrantes que no nos dejan enfocarnos en la voluntad de Dios que es amar y servir.
- Quedarnos pegados en la cruz: si bien la crucifixión es la entrega más grande de amor, lo fundamental está en la resurrección, y muchas veces nosotros nos quedamos pegados en el dolor, en el pasado, en las cruces que llevamos, sin ser capaces de ver su sentido. Las cruces son el trampolín para una vida de gozo, más libre y plena frente a Dios. Es tal la adicción al dolor que dejamos de amar y de sentir cuán amados somos por muchos y por el mismo Señor.
- Quedarnos pegados en los abusos, maltratos e injusticias: es increíble hacer consciente la actitud del Señor frente a todos los oprobios que recibió en su pasión. Él guardó silencio y se “entregó” porque no valía la pena pelear por ello, sino por lo fundamental, que era cumplir la voluntad del Padre y liberarnos a todos del pecado y de la esclavitud del ego. Muchas veces, nuestra ira, vergüenza y culpa nos llevan por derroteros muy perversos y tóxicos que de nada nos sirven ni ayudan a la reparación de los demás.
- Invisibilizar a las mujeres en la cruz: el sacerdote Pablo d’Ors hace mención de que Jesús no estaba realmente solo en la cruz, sino que lo acompañaban mujeres valientes y heroicas que no dudaron en estar ahí. En nuestros peores momentos, muchas veces también invisibilizamos a muchas personas sencillas que nos aman, acompañan y que darían la vida por nosotros. Estar solos es un imposible espiritual que deberíamos reflexionar con mayor profundidad. La tentación de solo valorar a los “grandes” de este mundo como fuente de compañía y consuelo es muy grande.
- No creer aunque haya signos de vida: muchas veces, en nuestros procesos, Dios nos empieza a sanar, a dar signos de resurrección y nos manda “ángeles” para que testimonien que ya hemos dejado atrás las mortajas; sin embargo, nos cuesta creer y seguimos pegados mirando la roca del sepulcro, como si nada hubiese pasado. Somos ciegos y sordos a las voces de vida y no las alentamos con fe ni confianza.
Si el Señor se hubiese quedado “pegado” en cualquiera de estos vicios, el Padre no lo habría podido resucitar y la historia nuestra y de la humanidad sería muy diferente. Su obediencia y fidelidad, basada en el vínculo amoroso de hijo que se sabe amado incondicionalmente, fue lo que le dio la fuerza para seguir adelante a pesar del efímero triunfo, la traición, el dolor, la cruz, el rechazo, la misma muerte y llegar a la gloria de la resurrección. Él nos mostró el camino. Sigámoslo, dentro de nuestra pequeñez y limitación.