Los gritos de los pueblos y de la tierra, un solo grito en tiempos de pandemia


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Estos tiempos en la Amazonía son muy complejos por diversas razones: inestabilidad política, violencias diversas, inseguridad en todos los niveles sociales y económico, y el enorme impacto diferenciado de la pandemia sobre el territorio y sus pueblos.



El territorio y sus pueblos están bajo franca y permanente amenaza, pero, en la tradición eclesial, sobre todo en la amazónica, siempre han existido signos irreductibles de esperanza y de mirar al horizonte expresados en hombres y mujeres quienes, entregándose hasta las últimas consecuencias, alcanzaron el martirio sin buscarlo y lo recibieron como ‘gracia’ incomprensible y dolorosa para que su sangre irrigue la historia haciendo florecer más vida para sus amados hermanos y hermanas que habitan estas tierras.

Estos mártires de la Amazonía, los del ayer y los tantos que siguen muriendo hoy, nos acompañan con su testimonio de entrega, de seguimiento a Jesús hasta la cruz haciéndola propia, por tanto, su sacrificio no puede ser en vano, estamos llamados a seguir protegiendo los rostros concretos del territorio. Lo que tantos mujeres y hombres nos enseñan, los mártires conocidos y los tantísimos desconocidos, es que estamos llamados-as también a ser bálsamo para sus heridas y dolores, a salir en camino hombro con hombro en sus luchas, y a tratar de ser buena nueva de fraternidad y acompañamiento en medio de sus vicisitudes.

El grave impacto de la pandemia

La pandemia del covid-19 entró con una fuerza avasalladora en los 9 países que integran la cuenca Amazónica, el último mapeo –marzo de 2022– de la Red Eclesial Panamazónica (REPAM) registró más de 113,000 fallecimientos, con una tasa de contagios que ascendió a más de 5 millones según cifras oficiales, que sabemos que han estado lejos de la más dramática realidad, en un territorio que tiene alrededor de 30 millones de habitantes. Esto, en cualquier otro territorio de importancia vital, habría ya provocado todas las acciones de urgencia y se habría declarado zona de emergencia de interés global. Sin duda, son cifras catastróficas, y aunque sabemos que hemos vivido, y seguimos viviendo, una crisis global sin precedentes, es también muy claro que las cifras en la Panamazonía dan cuenta de las diversas pandemias de exclusión ya existentes desde antes, como inequidades estructurales.

Los pueblos indígenas, según los registros de la propia REPAM y la COICA, tienen una tasa de mortandad mucho más alta que el resto del mundo y de la región, y esto posiblemente se debe a que tienen una corta memoria inmunológica, mucho menos acceso a sistemas de salud e higiene, y siguen abandonados de tantas maneras por los Estados en materia de acciones de bioseguridad, refuerzo nutricional, fortalecimiento de la prevención, y tantas otras cosas asociadas a servicios básicos que tienen un papel esencial en la capacidad de responder a esta pandemia. Las secuelas sociales de esta enfermedad siguen causando estragos en los más excluidos.

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En efecto, la negligencia de las autoridades locales, el conformismo, la complicidad con estos intereses que quitan posibilidades para supervivencia, provocan que se extinga la vida ante los oídos sordos del grito de la tierra y del grito de los pobres. La muerte acecha como signo cotidiano en muchos sitios de la Amazonía, con la cruel intención de gobiernos nacionales, sobre todo en Brasil, en los que se quiere dar marcha atrás a procesos históricos de conquistas sociales, culturales y de derecho de los pueblos sobre demarcaciones de sus territorios, y otras victorias que les han permitido, muy lentamente, refrendar y reafirmar sus identidades territoriales.

Algunos sectores de la Iglesia (no suficientes, pero cada vez más) y las organizaciones y redes, movimientos sociales, líderes y defensores de derechos humanos, siguen convirtiéndose en muro de contención ante la barbarie extractivista, porque todos estos pueblos mancillados, todas estas comunidades de periferia excluidas, son las primeras expoliadas, y ante ello insisten en el llamado a que todo el mundo sea capaz de reconocer a la Amazonía como una de las últimas esperanzas vivas para la sanación del planeta, y del ser humano antes de su autodestrucción. Se trata de entretejer, en medio del dolor, para que la esperanza se sobreponga a toda la desesperanza que vemos día a día.

En este tiempo hemos presenciado un descontrol en los accesos ilegítimos a territorios indígenas, sobre todo para la extracción de los recursos naturales, la invasión de las tierras para minería ilegal, produciendo un alza en la violencia contra muchos líderes. Como ya hemos expresado, no hubo cuarentena para todos estos signos de muerte, vimos la intensificación de incendios en Brasil y Bolivia, y aunque la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos) organizó foros diversos, espacios para escuchar la voz de los propios pueblos, esto nunca es suficiente para producir una respuesta real y contundente de los estados que, de hecho, parecen tener mucho más interés por el aumento de la expansión de la frontera extractiva en la Panamazonía como única salida ante las crisis económicas.

Fieles al llamado sinodal por una conversión eclesial en la Amazonía

Por eso, fieles al llamado del proceso sinodal  y de la exhortación del Papa Francisco, Querida Amazonía, estamos convocados a seguir defendiendo la vida, los territorios, defender los derechos junto con los pueblos indígenas de su identidad, su cultura, su diversidad y su futuro. Soñamos con una Amazonia que sea canto de vida, que  sea misterio, pero también espacio donde se responda a los tantos gritos de los pobres y de la hermana madre tierra.

Por ahora, la Iglesia se está haciendo eco de los llamados y  pedidos de auxilio en los diferentes países de la Panamazonía, en un contexto que amenaza la supervivencia de este bioma y de comunidades y pueblos indígenas. A ello le sumamos los esfuerzos desde diversas organizaciones como la Alianza de Parlamentarios Indígenas de América Latina, que solicitó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a los Gobiernos de la región priorizar las medidas específicas para garantizar la protección de la vida de los pueblos indígenas frente a la grave pandemia mundial. Por su parte, La Coordinadora de Organizaciones Indígenas de la Cuenca Amazónica (COICA) solicitó contribuciones a un Fondo de Emergencia para la Amazonía, para proteger a los 3 millones de habitantes indígenas de la selva tropical durante la pandemia y, también, apoyó en la recolección de datos para la elaboración del mapeo que la REPAM ha liderado.

La Iglesia Católica, por su parte, ha realizado esfuerzos enormes, particularmente a través de las Cáritas de cada región, para contribuir con recursos materiales y económicos, así como también con el apoyo social y espiritual de todos los grupos más vulnerables a los que le es posible llegar. El Papa Francisco ha tenido en su magisterio y en su corazón el llamado prioritario de cuidar del bioma amazónico, al punto de convertir el grito de los pobres y de la tierra en sus cuatro sueños amazónicos para este territorio y para toda la Iglesia.

Ya lo decía el Cardenal Cláudio Hummes –el mismo que le dijo al recién electo Cardenal Bergoglio, acuérdate de los pobres– : “Los pueblos indígenas pidieron que la Iglesia fuera un aliado, una Iglesia que estuviera con ellos, una Iglesia que apoyara lo que ellos deciden, lo que quieren y cómo pretenden construir su futuro en este momento tan difícil de la pandemia”. Nos toca seguir actuando con parresía y determinación, en nombre de ellos y en nombre de quienes se han inmortalizado en el martirio.


Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro Pastoral de Redes y Acción Social del CELAM