Los malos médicos nunca están cuando se les necesita. No es que su presencia haga mucha diferencia, porque en general son poco resolutivos, pero siempre hiere que te dejen en la estacada.
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Los malos médicos nunca se hacen cargo de enfermos graves, conflictivos o cuya asistencia va a traer frustraciones y momentos dolorosos. Cuando surge el caso difícil, siempre tienen una reunión o una charla que dar; salvo que les reporte beneficios pecuniarios o prestigio… Pero nunca son esfuerzos para el bien común.
Humillar y empequeñecer
Tampoco aparecen cuando hay una parada; antes bien, salen corriendo en dirección contraria, no vaya a ser que alguien les vea y les diga que arrimen el hombro. Más tarde, en la revisión de casos clínicos, pontifican sobre lo que se debería haber hecho, y apuntan con detalle los errores cometidos en el fragor de la emergencia, a veces con nombres y apellidos. En realidad, no les importa mejorar la práctica clínica, sino humillar y empequeñecer a quienes sí estuvieron en el momento crítico y trabajaron como mejor supieron.
Suelen ir solos a tomar café, o acompañados por subalternos que no se atreven a contradecirles, dado que suelen ostentar cargos de cierta responsabilidad; esto es así porque, en nuestros sistemas perversos, los mediocres y mentirosos, los malos médicos, trepan mucho más alto que los capaces y entregados.
Fariseos hipócritas
El mal médico encarna la figura de los fariseos hipócritas, a quienes Jesús reprocha que vean la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el suyo, y que concedan importancia capital a lo nimio y trivialicen sobre lo que es fundamental en la vida de las personas.
Los malos médicos escapan de la enfermedad, el sufrimiento y la muerte en coches oscuros de cristales tintados. Cuando se marchan, nadie los echa de menos, y cuando desaparecen de una buena vez, todo el mundo suspira aliviado.
Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, y por este país, golpeado por una catástrofe natural, que llora a sus muertos y suspira por tiempos mejores.