En este mes de enero, en la ciudad de Oaxaca, se llevó a efecto una reunión de líderes de pastoral familiar de la provincia de Antequera-Oaxaca. En los talleres, se abordaron las premisas de la actividad pastoral en el campo de la familia, análisis de fortalezas y debilidades para la generación de planes, así como reflexiones y luces sobre las diferentes necesidades de acompañamiento que se presentan en nuestros tiempos.
Quedó de manifiesto una gran realidad que se presenta en el ambiente rural mexicano, y es la diversidad de culturas, testimoniada por la gran cantidad de lenguas indígenas presentes, con mucha frecuencia en territorios colindantes.
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En México, existen 11 familias lingüísticas indoamericanas, de las cuales se desprenden al menos 68 diferentes lenguas. Muchas de estas lenguas se dividen en numerosas variantes. Por ejemplo, el náhuatl cuenta con 30 variantes y la lengua mixteca cuenta con 80 variantes.
La pluralidad de lenguas, las distancias y las condiciones orográficas, hacen de gran parte del territorio mexicano tierra de misión. En muchas comunidades aún en estos tiempos modernos, hemos sido incapaces de llevar a cabo una eficiente evangelización, y mucho menos una efectiva pastoral orientada a las familias.
Por un indio, cristiano laico, se nos entregó María y su amor
Una de las importantes reflexiones del citado encuentro provincial, fue la dignidad con que los diferentes pueblos originarios cuentan, al ser llamados a reconocer a la “perfecta Siempre Virgen Santa María, Madre del Verdaderísimo Dios por quien se vive” (Nican Mopohua 26), como madre de todos los mexicanos y de todos los que acepten su amor. A casi quinientos años del acontecimiento Guadalupano, es menester recordar que, si por María nos llegó Jesús, por un indio, cristiano laico, se nos entregó María y su amor.
La historia de la conquista de México, ubica a Juan Diego y a todos los de su raza, en una situación de humillación y menosprecio que le viene de pertenecer a un pueblo vencido. Con toda razón decía Juan Diego a la Virgen de Guadalupe: “Porque yo soy un hombrecillo; soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y Tú Niña mía, la más pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro”. Impresionado por su propia pequeñez, Juan Diego buscó huir de la misión que la Celestial Señora le asignaba, pero ella, pacientemente, lo volvió a buscar: “Oye, hijo mío el más pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros, a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tú mismo solicites y que con tu mediación se cumpla mi voluntad”.
Cuando Juan Diego, preocupado por la salud de su tío, intenta esquivar la misión que María le encomendó, ella se acerca de nuevo, le encuentra y lo llena de confianza con cuestionamientos que sólo muestran su amor: ¿No estoy aquí yo, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra y resguardo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás en el hueco de mi manto, en el cruce de mis brazos?
Y así, María nos muestra su armonía absoluta con su hijo Jesús, quien “«manso y humilde de corazón» (Mt 11,29), prefiere a los pequeños, a los que se ha revelado el Reino de Dios (Mt 11,25); estos son grandes ante sus ojos, y a ellos dirige su mirada (cf. Is 66,2). Los prefiere porque se oponen a la «soberbia de la vida», que procede del mundo (cf. 1 Jn 2,16). Los pequeños hablan su mismo idioma: el amor humilde que los hace libres. Por eso llama a personas sencillas y disponibles para ser sus portavoces, y les confía la revelación de su nombre y los secretos de su corazón” (Papa Francisco).
Y esos pequeños podemos ser nosotros. ¿Cuántas veces te has sentido, como Juan Diego, sin la dignidad necesaria para emprender una misión evangelizadora? ¿Cuántas otras, has tratado de esconderte detrás de tus realidades cotidianas para esquivar la misión? ¿Cuántas veces has sentido el recelo de “ir mar adentro”, de profundizar y entregarte plenamente a un apostolado?
Muchas veces nos intimidan los cambios personales y actitudes que requieren el discipulado y la misión. Anticipamos las dificultades de esa ruta, y muchas veces, nos atemoriza caer y no tener la fuerza para volvernos a levantar. Pero ante el desafío que se nos presenta y la pobreza que sentimos de nuestra propia persona, será importante entender que en nuestra pequeñez es precisamente donde la Gloria del Señor resplandece, y sobre nuestra debilidad, su amor construye caminos de santidad.