Nuestra respuesta a la pregunta por la felicidad se llama santidad. Y por eso es terreno fértil para la mitología, pues un mito es una narración cautivadora que responde a preguntas centrales en nuestra vida, reconcilia contrarios de naturaleza distinta a través de símbolos y simplificaciones y es protagonizada por personajes superdotados de otro tiempo y lugar. Un mito es atrayente y arriesgado, tiene aspectos de verdad y de mentira.
La felicidad es pregunta esencial, que busca hallar nuestro estado perfecto. Desde la antigua Grecia decimos que es nuestra aspiración máxima y la definimos como la integración de todos los bienes, sin peros, excepciones, ni letras chiquitas. Está siempre en mente: cuando vemos a alguien siempre contento nos preguntamos cómo le hará, bromeamos con que el dinero compra la felicidad hecha y nos gusta mostrar en las redes sociales nuestra vida feliz, aunque a veces solo sea en apariencia. La imaginamos de mil formas, y cuando descubrimos que también tiene un componente espiritual, los mitos sobre la santidad tampoco se hacen esperar.
Atracción y desenganche
Pero la santidad no es mítica en sí misma. Es cierto que responde a la pregunta existencial sobre la felicidad y reconcilia polos en su narrativa dialéctica. Y es falso que los santos sean seres superdotados de otro tiempo y lugar. Son humanos de aquí y en tiempo actual, igual que lo somos tú y yo.
El mito surge porque estos hombres y mujeres profundamente felices, al intentar explicarnos sus experiencias, recurrieron a ejemplos y símbolos de su tiempo. Desiertos, escaleras, castillos, umbrales. Símbolos que nosotros, al reinterpretarlos desde nuestra vida y pedagogía contemporáneas, transformamos en mitos. Así que mezclamos realidad con fantasía, entendimiento con superficialidad. Esta dinámica es a la vez convocante y nos invita a reclinarnos en la butaca. Por eso el mito –y no la santidad- atrae y desengancha. Genera pasión por ser entretenido, pero no llamado a la acción con significado pleno. Este entender-pasivo nos aleja de la felicidad.
En la mitología de la santidad de nuestra era no hay minotauros ni gorgonas. Hemos superado las inmolaciones violentas y los dioses descuartizados, arrojados al rostro de la luna. Sabemos que todo eso es falso. En vez de ello, hoy en día configuramos el mito de lo santo a través de cosas en las que sí creemos, tales como los instructivos, el triunfo inmediato, el individualismo y nuestro deseo de trascendencia.
Mitología para el Siglo XXI
Sigo las instrucciones. Los primeros mitos de la santidad se apoyan en elementos tecnológicos de nuestra vida moderna. Algunos estamos convencidos que la santidad es como un videojuego espiritual de vidas infinitas en el que después de superar ciertos retos, vamos subiendo de nivel, podemos pausar y retomar después donde nos quedamos. Y si bien en esta imagen captamos el esfuerzo que hay que poner en ello, erramos al pensar que es un proceso lineal, donde además las tareas y pruebas son las mismas para todos. Santos y místicos reiteran una y otra vez experiencias únicas donde la trayectoria no es lineal, requerimos atención constante y es perfectamente factible perderse, retroceder o acabar muy mal.
Soy más listo. En búsqueda del triunfo inmediato, algunos queremos hackear la santidad y hacernos un download espiritual de iluminación, como consultándole a San Google. Acudimos a la autoafirmación sin condiciones y a los clichés, al punto que algunos que incluso esgrimimos que lo único que necesitamos para ser felices es reconocer a Jesús como nuestro Señor y Salvador. Y no es que la valía individual sea incorrecta, ni que la conversión a la Luz no sea el primer paso en la aventura del bien interior, es solo que esas dos cosas son apenas las primeras semillas de algo muy fecundo por cultivar.
Me voy volando de aquí. Otros más estamos hasta el copete del mundo y la santidad es una opción muy tentadora para salir de él. Los ermitaños de hoy pregonamos nuestra aversión a la gente tóxica, rechazamos involucrarnos en cualquier causa y nos refugiamos en el ritualismo de lo sagrado. Vemos a la santidad como trabajo aislado individual, excluyente de lo ajeno.
A veces, también pensamos que ser santo significa fragmentar nuestra naturaleza corporal-mental-espiritual, a veces afirmando que el ego es el enemigo, para así intentar anular nuestra propia mente y esperar a que Cristo nos opere el milagro de suplantar nuestra identidad. O en otras ocasiones, también renegamos de nuestra corporeidad y aspiramos a convertirnos poco a poco en ángeles. Pero en el transitar podemos descubrir que el desapego no es abandono, sino libertad. Vemos que la santidad se alcanza no fuera del mundo, sino en él. Hallamos que el ritual puede transformarse en contemplación y que en la integración plena esta uno de los motores de la felicidad.
Santo sea mi nombre. En pos de la trascendencia, y con espíritu científico, habemos quienes pensamos que la santidad se reduce al estudio profundo de las cosas del espíritu, como queriendo domesticar el misterio del encuentro con Él, con el otro y con nosotros mismos (Francisco, 2018). Hacemos declaraciones mágicas y queremos poner a Dios a nuestro servicio. Y no falta quien llegue a la conclusión de que es capaz alcanzar la santidad por su propio pie y esfuerzo. Lo anterior no solo es increíblemente agotador y frustrante, es además incorrecto e infructífero.
La santidad es también el regocijo de saberse apapachado por Dios, quien no solo respeta nuestra identidad sino la potencia de maneras insospechadas. Aunque desde nuestra mitología moderna tratemos de adquirir santidad como quien va al cine para disfrutar una película, Dios tiene un mejor plan cuando nos invita a salir.
Palpitar en el Amor
La aventura de la santidad sí es una súper producción, con el Universo mismo como estrado y telón de fondo. Es narración extraordinaria, donde los protagonistas humanos somos tú y yo. La historia no tiene una trama lineal, sino es una dialéctica incesante donde danzan entrelazados lo humano y lo Divino. El movimiento del alma no es ascendente ni nos fragmenta, sino de inmersión-expansión, integrándonos. Como un palpitar que bombea vida e irradia luz. No es un objetivo por sí misma, sino una descripción sobre cómo es el camino de regreso al Padre.
Como cualquier historia cautivadora, requiere involucramiento pleno. Es presencia íntima y salto a lo infinito, donde a la vez se es trascendente y trascendido. Es un andar en el que estancamiento significa desolación y el movimiento consuelo. La santidad es saberse amado desde siempre y a partir de allí amarse intensamente y amar también a los demás en hermandad. La respuesta a la felicidad, en forma de amor, gozo, paz, paciencia, afabilidad, bondad y fidelidad (Gal 5, 22).