Esta temporada estamos muy pendientes de los números. Cada día vamos llevando el recuento de los días de confinamiento que llevamos y, sobre todo, de aquellos que nos pueden faltar para volver a algo parecido a nuestras rutinas previas a la pandemia. Nunca se extraña tanto algo como cuando no lo tenemos, incluidas las cotidianas costumbres de las que está hecho nuestro día a día. Pero también estamos pendientes de otros números mucho más dolorosos. Aquellos que nos asaltan cada mediodía a modo de informe oficial y que nos hacen desear la estabilización de una curva que no acaba de llegar.
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Los números que más duelen son aquellos que, como una atroz costumbre, nos informa a diario de cuántos son el número de afectados y cuántas las personas difuntas. Son los números que nos hacen preguntarnos cuándo acabará esa escalada de pérdidas, de vidas truncadas y de tantos duelos difíciles de gestionar. Se nos dan números, pero detrás de cada uno de ellos hay una historia, unas personas queridas y un dolor agudo esperando poder ser digerido.
Rostros concretos
Los números nos distancian de los rostros, de los nombres, de la incertidumbre, del miedo y del sufrimiento que experimentan tantas personas en todo el mundo. Los números provocan alarma y sobresalto, pero nos protegen de sentir una avalancha de pesar ante cada persona que se esconde bajo esas cifras. Ojalá no nos inmunicemos del todo a golpe de números vacíos de biografías.
Es verdad que existen también números para mantener la confianza. Entre los infectados y los fallecidos aparece también, tímidamente, el número de los que se han recuperado. No son pocos y también hay personas concretas detrás de esas cifras. El mal siempre ha hecho mucho ruido, mientras la discreción del bien puede hacer que nos pase desapercibido. Ojalá el anonimato de los números no nos haga insensibles, pero tampoco ahogue nuestra esperanza. Más allá de los números, las razones para mantener la llama de la esperanza son incontables y muy difíciles de cuantificar.