En estas semanas se lee en la liturgia dominical el comienzo del Evangelio de San Lucas donde se narran los primeros pasos de la vida pública de Jesús. Al relatarse el momento en el que el Señor se presenta en la sinagoga de Nazaret se describe con detalle como se desarrolla ese encuentro.
El episodio transcurre en esa misma sinagoga a la que el Maestro concurría cuando era un niño, allí el Señor se dirige a sus parientes y conocidos, pero la escena termina muy mal, las personas reaccionan con notable violencia. “¿No es este el hijo de José?” se preguntan molestos. Aquellos que en un primer momento tenían “los ojos fijos en Él” reaccionan con desconfianza, comienzan expresando dudas, pero finalmente se enojan hasta querer matarlo.
Toda la escena describe una situación que tiene más actualidad de lo que parece a primera vista. Lo que les ocurre a esas personas es que creen que ya conocen a Jesús y no están dispuestas a cambiar esa imagen que tienen de Él; y eso sucede también en nuestros días. Es algo que se repite, a menudo, precisamente en los ambientes en los que las enseñanzas de la Iglesia son más conocidas y aceptadas.
Personas sencillas
Este relato nos muestra algo muy importante que no suele tenerse en cuenta: en aquella aldea todos eran pobres, personas sencillas que vivían de su trabajo. No se trata de un enfrentamiento entre Jesús y los jefes judíos, no es una discusión con los fariseos o escribas; quienes “lo empujaron fuera de la ciudad, hasta un lugar escarpado con intención de despeñarlo” eran sus parientes y conocidos, personas que no están dispuestas a seguir escuchando lo que se les decía.
La conclusión a la que nos invita el texto es clara y quizás para algunos algo desconcertante: para comprender a Jesús no es suficiente ser pobre y necesitar ser salvado, además es necesario reconocer esa pobreza y aceptar esa salvación que se propone.
Cuando en nuestros días se insiste en la urgencia de construir una “Iglesia pobre y para los pobres”, tal como lo expresó el papa Francisco en una de sus primeras palabras como Pontífice, se afirma una verdad incuestionable, pero falta dar un paso: ¿Quiénes son los pobres? ¿Vamos a tomar en cuenta alguna de las muchas definiciones que nos ofrece la sociología, la política o la economía, o vamos a dejarnos iluminar por lo que la Palabra de Dios nos enseña?
Cuando Jesús pronuncia su famosa sentencia “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios”, los discípulos no pueden creer lo que escuchan pero no se lamentan porque “los ricos que no se van a salvar”, la pregunta que se hacen, y que le formulan a Jesús, es otra bien diferente: “entonces, ¿quién podrá salvarse?”. Pedro y sus compañeros comprenden que no se trata de una cuestión económica sino de algo más profundo. Los seguidores del Señor eran pobres, pero perciben que la advertencia de Jesús también está destinada a ellos.
Esos hombres y mujeres que estaban junto al Señor no tenían dinero pero descubren que Jesús los está invitando a dejar otro tipo de riquezas, por ejemplo sus seguridades o sus pretensiones de ocupar los primeros lugares. Comprenden, poco a poco, que para escuchar al “hijo de José” tienen que estar dispuestos a dejarlo todo; que sus riquezas, aunque fueran pobres riquezas, resultan un obstáculo insalvable que impiden seguir al Maestro.
Recordar el significado de la palabra “pobre” en los labios del Señor no es una forma de “espiritualizar” la pobreza y quitarle, de esa manera, fuerza al compromiso con los marginados de la sociedad; al contrario, es darle a esa expresión su verdadera fortaleza y al compromiso de los cristianos su dimensión más exigente.