El integrismo es del orden del poder, nada tiene que ver con la profundidad, por más que se simule circunspección y se pretenda imponer el respeto del temor. El fundamentalismo busca la adhesión y sumisión de las personas a la lógica del poder. Por eso, siempre desconfía de la libertad, la conciencia, el discernimiento, la deliberación comunitaria y la sabiduría de los procesos.
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El integrismo religioso siempre ha operado mediante la manipulación de las personas y ha intentado ocultar el rastro del crudo poder mediante el secreto, el ahogamiento del sentido de discernimiento, la ciega sumisión o la acusación del sentimiento de culpa ante el desacuerdo, el uso del “buen poder”.
La sociedad estadounidense ha ideologizado hasta el extremo el cristianismo, y el pentecostalismo ha confeccionado retiros que usan esos rasgos: exigencia de secretismo sobre su contenido, cesión de derechos personales de privacidad, provocación casi teatral de sentimientos, vendar los ojos, uso de trucos para forzar la voluntad de confesión, atmósferas y pasajes que parecen más propios de ritos mistéricos gnósticos, intentos voluntaristas de inducción de la gracia, separación injustificada por sexos en retiros distintos, un emocionalismo extremo tan forzado que deriva en un fuerte ideologismo integrista…
Envidia
El relativo éxito de estos retiros para ciertos perfiles ha suscitado en sectores católicos la envidia de su poder. Se han fabricado versiones con distintas marcas y sus fines de semana se extienden por muchas diócesis. En un tiempo eclesial que procura eliminar abusos de conciencia y autoridad, la Iglesia debería discernir pastoral y canónicamente qué hay de valor en esas experiencias y en qué deberían proteger al pueblo inocente de estos retiros del poder.