Dedicado a Daniel, hermano sacerdote
“Dios ha muerto… ¡Viva la muerte!”. Estas pueden no ser palabras que normalmente se asocian con un santo, pero en 2018 el Papa Francisco declaró venerable -y por lo tanto abrió las puertas a una futura beatificación- a la mujer que las escribió, Madeleine Delbrêl. Un gesto que pasó un poco desapercibido por el interés mediático que provocó el reconocimiento oficial por parte del Papa del martirio de los siete monjes trapenses de la comunidad de Thibhirine en Argelia, que además se había hecho famoso por la película “Hombres y dioses” ganadora de un premio especial del jurado en el festival de Cannes. Pero Madeleine Delbrêl merece nuestra atención, aunque no haya sido objeto de un largometraje en Cannes.
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Y esto por muchas razones, como veremos, pero la que quiero destacar desde el principio es el haber recorrido la distancia que podría parecer insalvable entre el ateísmo y la santidad, un camino en apariencia demasiado largo entre dos puntos vitales antitéticos, el de salida (el no creer en Dios) y el de llegada (la pasión irrefrenable hacia ese Dios antes ignorado). Sin embargo, una vez más, las apariencias se equivocan y la realidad se impone: en el siglo XX, algunos de las grandes figuras de la santidad -incluso de la mística- provenían del ateísmo, que por otro lado como fenómeno generalizado es algo de los tiempos modernos.
Al hablar de estos santos no nos estamos refiriendo a personajes fácilmente impresionables, sino intelectuales de la talla de Edith Stein, Dorothy Day, Itala Mela, la misma Madeleine Delbrêl, el médico japonés Takashi Nagai y al gran maestro espiritual Charles de Foucauld. Por no hablar, de tantos otros intelectuales -científicos, literatos, artistas, políticos- convertidos en dicho siglo que no han llegado a los altares, la lista sería interminable.
Nostalgia de sentido
Acercándonos a sus vidas evidentemente solemos encontrar dos etapas bien diferenciadas ante las que hay que evitar el dualismo moralista y simplón de decir que primero no eran felices y luego sí. Se trata de algo diferente, que quizás podríamos describir hablando de una ausencia que se transforma en presencia. De hecho, todos ellos y ellas coinciden en la nostalgia de sentido que experimentaba su corazón cuando no encontraban al Dios que otros de su entorno ya habían encontrado. Y todos ellos suelen coincidir también en ser personas de gran riqueza y fuerza interior, que se vieron potenciadas cuando Dios irrumpió en sus vidas.
Madeleine había nacido el 24 de octubre de 1904 en Mussidan, en Dordoña, una región interior del suroeste de Francia, entre el Macizo Central y el río Garona. Aunque fue educada por padres teóricamente católicos y había recibido la primera comunión, durante la adolescencia e influenciada por las palabras de algunos de sus profesores, Madeleine se acercó a la cultura positivista hasta declararse atea e incluso escribir un manifiesto en defensa del ateísmo. Dicha postura se intensificó cuando su padre, que era ferroviario, fue nombrado jefe de las estaciones parisinas de la línea de Sceaux, en Denfert-Rochereau y la familia Delbrêl se trasladó a París.
Manifiesto de juventud
Escribió su manifiesto ateo (titulado con la declaración con la que empezábamos el artículo) a la edad de 17 años, mientras vivía en París a principios de los años 20. Era el mismo París donde los científicos discutían acaloradamente en los periódicos sobre los presuntos milagros que ocurrían en Lourdes y cuya veracidad dividía a la clase intelectual francesa, la que años después se escandalizará ante la conversión -precisamente en Lourdes- del futuro premio Nobel de medicina, Alexis Carrel; el mismo París en el que escritores y artistas modernistas como Ezra Pound, Gertrude Stein, Henri Matisse, Ernest Hemingway y F. Scott Fitzgerald discutían de política, filosofía y arte en los salones más populares de la ciudad.
Madeleine, una adolescente adinerada con el pelo corto a la moda y vestidos diseñados por ella misma, estudiaba filosofía durante el día en la Sorbona y por la noche impresionaba a los amigos intelectuales agnósticos de sus padres leyendo sus escritos. Decidió que si la vida era “más absurda cada día” y la muerte era todo con lo que se podía contar, tendría que vivir su juventud al máximo. Ella y sus amigas organizaban fiestas extravagantes y estaba comprometida con un colega filósofo ateo, Jean Maydieu, quien según su mejor amiga era alto, guapo e inteligente.
Poeta de referencia
La joven fue alentada a dedicarse al arte y la literatura, para lo cual tenía mucho talento: de hecho, a los veintidós años ganó el premio anual de poesía Sully-Prudhomme de la Academia Francesa para jóvenes poetas. Pero el Señor actúa de maneras a veces incomprensibles para llegar al corazón de las personas y atraerlas hacia Él, y así lo hizo con Madeleine. Pues su vida no fue tan fascinante como ella esperaba: cuando tenía 20 años, su flamante novio rompió su compromiso, nada menos que para entrar en la orden de los dominicos, y más o menos al mismo tiempo, su padre y su madre se separaron. Madeleine entró en una crisis espiritual provocada por la desaparición de las certezas que en ese momento tenía y el positivismo le pareció la respuesta menos adecuada a su inquietud: dejaba demasiadas preguntas sin respuesta.
Sin haberlo imaginado, se encontró retomando la cuestión de si Dios existía, sobre todo llena de curiosidad por la elección de su prometido, que hasta entonces se había profesado ateo y de repente había pegado un giro en su vida que ella no conseguía asumir. Parecía un absurdo que no conseguía explicar. Fue una lucha interior para nada fácil. ¿Era posible creer en Dios? Era algo nuevo en su vida que hacía tambalearse el edificio de su vida intelectual, pero que parecía insinuarse implacablemente en su corazón. Después de una fuerte lucha interior, al final llegó a una conclusión: Era posible, y si era posible, entonces debía tratar de orar para entrar en contacto con ese Dios que era un total desconocido para ella.
Encuentro deslumbrante
Describe su conversión: “Leyendo y reflexionando he encontrado a Dios; pero orando me di cuenta que Dios me había encontrado y que vive realmente, y que podemos amarlo como amamos a una persona”. Será ella misma quien cuente que el momento del cambio fue un verdadero “encuentro deslumbrante” que ocurrió en marzo de 1924.
Se dedicó de inmediato a profundizar en su joven fe, en un apasionado redescubrimiento de Dios. Con los consejos del padre Jacques Lorenzo, vicario parroquial de la cercana parroquia de Saint Dominique -que luego será su guía espiritual-, sintió que crecía en su interior el deseo de una vida de simple Evangelio. Por lo tanto, aunque inicialmente pensó en hacerse carmelita y se lo impidió la necesidad de cuidar a su padre que había quedado ciego, poco a poco comprendió que debía quedarse en el mundo por vocación.
Deseo de luz
Utilizando su innata imaginación, su amor por la naturaleza y la ética social, se convirtió en una eficiente jefa scout. Fue para ella una inyección de frescura y sencillez: junto a los jóvenes redescubrió la pasión por la vida sencilla, la solidaridad hacia los desprotegidos y el contacto con la naturaleza. Sin embargo, la experiencia en los scouts no acababa de llenar del todo su deseo de comprometerse a la luz del Evangelio.
En 1933, a los 29 años, después de estudiar para ser asistente social, se trasladó a Ivry-sur-Seine, en la extrema periferia sur de París, junto con dos compañeras scouts, Suzanne y Hélène, -con el tiempo llegarán a ser 10 aunque no todas se quedaron- para vivir en el día a día la experiencia del Evangelio. No podía haber elegido un lugar más necesitado de una palabra de fe y de esperanza pues aquella periferia, donde vivió durante más de 30 años, hasta su muerte, era conocida como “la ciudad de las 300 fábricas”: era un crisol de tensiones, reclamaciones salariales, luchas obreras, conflictos sociales e ideológicos. También era el laboratorio del marxismo y del comunismo francés: los ritmos exasperantes de trabajo, la explotación obrera y las repetidas injusticias provocaban la ira colectiva y la intolerancia.
La voz del Evangelio
Madeleine, viviendo al lado de la gente en la lucha diaria por sobrevivir, se dio cuenta de que en ese lugar de fatiga y marginación faltaba la voz del Evangelio: los católicos no estaban presentes y los sacerdotes estaban encerrados en sus casas parroquiales. Era un vacío pesado, que ella pensó que debía llenar llevando entre esa gente, a menudo desesperada, la esperanza de Cristo. Comenzó a recorrer las calles de la periferia, mezclándose con la gente, entrando en los cafés abarrotados, en las tabernas y en las salas de espera del metro, donde se refugiaban los más desafortunados. Se acercaba a ellos, los escuchaba, cargaba con sus problemas, ofreciéndoles consuelo y la esperanza del amor cristiano.
Asidua en la escucha de la palabra de Dios contenida en los evangelios, Madeleine era capaz de narrar esa palabra de vida a cada ser humano, con autenticidad y sencillez. Día a día, junto con las pocas compañeras que compartían sus luchas y esperanzas, Madeleine hacía resurgir las exigencias radicales del Evangelio, liberándolas de esquemas y pesadez. Sentían en la libertad de los hijos de Dios su espacio vital y, al mismo tiempo, el fundamento de su actuar: “Somos libres de todo deber, pero dependemos totalmente de una sola necesidad: la caridad”.
En este período también fue muy influenciada por la espiritualidad de Charles de Foucauld, de quien decía: “Nos enseñó a alegrarnos de haber sido colocados en la encrucijada de la vida, listos para amar a quien pasa y, a través de él, a todo lo que en el mundo está sufriendo, perdido o entristecido”. En 1938, en la revista Etudes Carmélitaines, publicaría un texto programático titulado Nosotros, gente de la calle: “Nuestra soledad no es estar solos… Nuestra soledad es encontrarse con Dios en todas partes”. Según Hans Urs von Balthasar, la personalidad y los escritos de Delbrêl muestran cualidades contrastantes y paradójicas: por un lado, una profunda seriedad y por otro, un humor sonriente; por un lado, un “saberse de Dios” con la sencillez de un niño y por otro, un fuerte realismo en análisis sociales y psicológicos; una pertenencia eclesial vivida hasta la médula y a la vez una absoluta libertad de los estándares eclesiásticos.
Contemplación comprometida
Con un profundo sentido de acción humanitaria, asociado a su espíritu contemplativo, vivía el amor de Dios entre la multitud parisina. A través de la defensa de los pobres y oprimidos, conjugaba la lucha por la justicia social y el respeto a la dignidad humana, sintiendo la necesidad de hacer todo lo posible para que nadie quedara en la miseria más grande, la de una vida sin Dios: “Una vez conocida la Palabra de Dios – escribía – no tenemos derecho a no recibirla; una vez que la hemos recibido, no tenemos derecho a impedirle encarnarse en nosotros; una vez que se ha encarnado en nosotros, no tenemos derecho a conservarla para nosotros: desde ese momento pertenecemos a aquellos que la esperan”.
Su presencia, leal y espontánea, era apreciada incluso por aquellos que no compartían su fe, como el alcalde de Ivry-sur-Seine, George Marrane, y la vicealcaldesa Venise Gosnat. Fueron ellos quienes, en 1939, aprobaron su contratación en los servicios sociales de la ciudad, renovándola nuevamente por un año en 1944. Durante esos años, en la oficina ubicada en la sede del Ayuntamiento de Ivry, y en su propio hogar en la rue Raspail 11, Madeleine siempre estuvo presente, acogiendo con su profunda humanidad a cualquiera que llamara a su puerta.
Dejará su empleo en el Ayuntamiento en 1946 para dedicarse libremente al ejercicio de la caridad. La casa de la pequeña comunidad siguió abierta para todos y era considerada refugio para los desesperados y para todos aquellos que no sabían dónde acudir en busca de ayuda. Entre sus compañeros de camino y compromiso social, también había ateos, agnósticos y comunistas convencidos. Ella, que más que nadie podía entenderlos por sus anteriores convicciones materialistas, colaboraba con todos sin prejuicios, contribuyendo a mitigar las fuertes tensiones sociales.
La oración como base
Apoyó con entusiasmo, aunque sin ocultar sus límites y peligros, la experiencia surgida en Francia de los “sacerdotes obreros”. En 1952, fue a rezar a San Pedro en Roma porque estaba convencida de que a ese movimiento le faltaba el fundamento de la oración. Su objetivo fue doble: “Para pedir que la gracia de apostolado que se ha dado a Francia no se pierda, sino que se mantenga en la unidad; para pedir que esta gracia sea reconocida, fortalecida por la Iglesia”.
“Nunca debemos permitir”, escribió, “que haya un malentendido sobre el hecho de que Dios, para nosotros, es el único bien absoluto y gracias al cual los otros bienes son buenos porque provienen de Él. Sin referencia a Dios, nuestro testimonio es un contra-testimonio; y sin una bondad realista y desmedida, es como si no hubiera testimonio, porque estaría fuera del alcance de los ojos, de los oídos, de las manos, del corazón de los hombres. En ambos casos y de manera opuesta, pero equivalente, habría ruptura con el conjunto del testimonio evangélico”.
Llamados a evangelizar
Cuando el Papa san Juan XXIII convocó el Concilio Ecuménico Vaticano II, en la fase preparatoria Madeleine fue consultada por el obispo emérito de Tananarive (Madagascar) sobre el tema del ateísmo y la evangelización del mundo alejado de Dios. En esa ocasión, reflexionando sobre su experiencia personal, Madeleine expresó su convicción de que “un ambiente ateo no es un lugar totalmente malvado donde las tentaciones acechan a la fe, sino una tierra de conversión en la que Dios ha previsto pruebas que, elegidas por Él, reconocidas por nosotros, harán de nuestra fe débil, la fe sana y vigorosa que Jesucristo nos ha dado”.
Murió poco antes de cumplir 60 años, el 13 de octubre de 1964, en Ivry-sur-Seine, debido a una congestión cerebral, y fue enterrada en el cementerio municipal de Ivry, donde aún descansa.
“Nos parece”, dejó escrito, “que nuestra vocación es vivir el amor de Jesús plenamente y al pie de la letra […] entregándonos por completo a su amor, para que amándolo desesperadamente y dejándonos amar hasta el final, los dos grandes mandamientos de la caridad se encarnen en nosotros y se conviertan en uno”. Fue una mujer apasionada en el amor, primero sin conocer a Dios y después, en una dimensión totalmente diferente, en compañía del Dios que le ensanchó el corazón para amar más, mucho más.