Al jesuita historiador vallisoletano, el padre Manuel Luengo (1735-1816), desterrado en los Estados Pontificios como otros muchos hermanos suyos de la Compañía de Jesús, le llegaban noticias desde Argentina acerca de una mujer fuera de lo común y decidió informarse sobre ella. Por eso, en 1785, en su Diario sobre la expulsión de los jesuitas (nada menos que 64 volúmenes), dedicará un capítulo a la que describe así: “Mujer singular, grande y extraordinaria que en las provincias de Tucumán, Paraguay y Buenos Aires, se emplea con el mayor suceso en promover el uso de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio”.
En otro lugar, al recordar los muchos problemas y las resistencias que fue encontrando en esta labor de difusión de los ejercicios espirituales, añade: “Todo lo ha vencido con su paciencia, mansedumbre, humildad, constancia y con su fervorosa oración”.
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Al padre Manuel, como a los demás jesuitas -también a su hermano, Joaquín Luengo- la noche del 1 de abril de 1767 les sorprendió la Pragmática Orden de expulsión que firmara Carlos III y por la que todos ellos tuvieron que abandonar los vastos territorios del monarca. La orden llegó a Argentina algunos meses después y afectó, entre los que trabajaban en la provincia jesuita del Paraguay, al padre Gaspar Juárez (1731-1804), originario Santiago del Estero, quien nos abre la puerta a conocer a su paisana dos años mayor que él.
Se llamaba María Antonia de Paz y Figueroa, si bien al comenzar su vida apostólica pronto se la conoció como Mamá Antula. Hija de Andrea de Figueroa y de Francisco Solano de Paz y Figueroa, natural de Santiago del Estero, encomendero y descendiente del fundador de la ciudad de Córdoba, de María Antonia no tenemos datos hasta la edad de 15 años, en que hizo votos privados y realizó sus primeros ejercicios espirituales en el convento de los jesuitas.
Laica jesuita
Recientemente he leído lo que, derrochando imaginación y con escaso fundamento, explica un medio informativo sobre su juventud: “En los albores de la patria decidió vestirse de varón y ser laica jesuita. La rebeldía le causó secuelas: la expulsaron de su casa. Se instaló en el beaterio de los jesuitas“. Esta versión novelesca según los gustos actuales poco tiene que ver con la realidad, mucho más sencilla: frecuentando la Compañía, conoció a dos padres, uno era su paisano Gaspar Juárez, con el que trabó amistad, y el otro Ventura Peralta, salteño, que la introdujo en los rudimentos de la vida espiritual y la ayudó a dar el paso de lo que hoy llamaríamos una la consagración laical.
A partir de ese momento María Antonia vivirá en comunidad, como las llamadas Beatas que surgían en muchos lugares en torno al apostolado de los jesuitas. Pero todo cambiará aquel 9 de agosto de 1767 cuando llegó también a su tierra la orden de la expulsión de sus venerados religiosos. Diez años más tarde, en 1777, ella misma lo explicará al Virrey Ceballos: “Desde el mismo año que fueron expulsados los Padres Jesuitas, viendo la falta de ministros evangélicos y en doctrina que había, y los medios para promover, me dediqué a dejar mi retiro, y salí (aunque mujer y ruin), pero con confianza en la divina Providencia, por las jurisdicciones y partidos con venia de los señores Obispos y colectar limosnas para mantener los santos Ejercicios Espirituales”.
La mujer fuerte
En una crónica titulada ‘El estandarte de la mujer fuerte’, de autor desconocido, publicada en francés en 1791 -por lo tanto durante su vida- se explica la decisión que tomó: “María Antonia tenía entonces 33 años. Ella vistió hacia el año 1775 su traje de jesuita, con una capa que la había dejado uno de los misioneros desterrados. Con una cruz en la mano exhorta a la penitencia, eligiendo por superiora de su misión a Nuestra Señora de los Dolores y a San Estanislao de Kotska por patrón”.
Comenzó en 1768 su misión de promover y organizar ejercicios espirituales para que muchos pudieran recibir el bien que ella misma había recibido, y que ahora podía llegar a desaparecer. Como misioneras itinerantes, organizó con otras beatas tandas de ejercicios primero en Santiago del Estero y sus alrededores -Silípica, Loreto, Atamisqui, Soroncho y Salavina;-, y en los años siguientes, en Catamarca, luego La Rioja, de allí volvió a Santiago para después dirigirse a Tucumán, Salta y Jujuy. En su cuarta misión, en 1777, llegó a Córdoba, donde se detuvo un tiempo.
Toda clase de contradicciones
Sobre su llegada a esta ciudad, escribe don Ambrosio Funes al p. Gaspar Juarez: “Dejo a la consideración de Vd. cuáles serían los primeros sentimientos del público al ver la primera vez esta mujer desconocida en sí, pobre y si ningún poder ni crédito, ni autoridad, ignorante y sin talento alguno en la apariencia, pero que hablaba a cada uno con la lengua de Dios, allá en el secreto de los corazones convidando públicamente a los santos Ejercicios… Unos la reputaban por una ebria, como en otro tiempo a los Apóstoles; otros la tenían por ilusa, y los más la tenían por mujer fatua, débil y vana“.
La crónica anónima de 1791 nos narra las muchas dificultades que tuvo que pasar en este periplo apostólico: “Ella experimentó más que nunca toda clase de contradicciones, pues fue tratada de ebria, loca, fanática y hasta de bruja; a otros causó suma sorpresa ver aparecer de pronto una mujer hasta entonces desconocida, sin ciencia, y aun a lo que parecía sin capacidad, y que se mostraba bajo esas apariencias”. “Llegan a asegurar que es un jesuita disfrazado; esta idea que la ignorancia engendra, se propaga durante algún tiempo, pero María Antonia con su confianza en Dios, su constancia y su fuerza sobrenatural, triunfa en fin del respeto humano y continúa promoviendo los ejercicios”.
Del repudio al entusiasmo
En 1779 llegó a Buenos Aires, donde algunos la recibieron como ilusa y la repudiaron, aunque la gente la acogió con entusiasmo. Llegó descalza, con una cruz en la mano y llamando a la penitencia, signo de su compromiso misionero. El obispo, Sebastián Malvar y Pinto la hizo esperar nueve meses, que ella vivió con paciencia ejemplar, como escribe el obispo en un informe dirigido al Papa Pío VI: “No se turbó ni desalentó con esta respuesta su espíritu; ni por espacio de nueve meses que estuvimos observando sus operaciones, nos fue molesta con sus ruegos o haciendo que otras personas nos hablasen; se nos presentaba de tiempo en tiempo, oía con humildad la repulsa y partía de nuestra presencia con gran alegría y confianza”.
Tampoco el Virrey Don Juan José de Vértiz y Salcedo se lo puso fácil. Escribe a propósito el don Ambrosio Funes, enviando noticias al P. Gaspar Juárez: “El Excmo. Sr. Virrey, o con afectada indiferencia o por influjo ajeno, o por otros respetos superiores, bien que humanos, rehusaba dar el permiso a que públicamente se dieran estos ejercicios, diciendo que olían a cosas jesuíticas“.
Una grandeza incuestionable
Pero una vez que el obispo bonaerense se convenció que María Antonia era una mujer de Dios, tal fue su confianza en el modo en que se ofrecían esos Ejercicios que antes de embarcar hacia España, para tomar posesión como Arzobispo de Santiago, él mismo los hizo y escribió al Papa: “Por lo que nos mismo hemos visto y experimentado, aseguramos a Vuestra Santidad ser del mayor provecho y utilidad que pueda imaginarse“.
Aunque el pueblo sencillo reconoció rápidamente la grandeza de esta mujer, no faltaron los que hicieron todo lo posible -sin éxito- por ridiculizarla y despreciar su labor. La crónica anónima que ya hemos citado añade a propósito de esto: “Acontece poco después, que aquel que la había despreciado más, insultado y ridiculizado y cuyo nombre se silencia, cayó en desgracia, fue desterrado a Filipinas a pesar de su nobleza y del rango que tenía en el gobierno”.
No solamente no consiguieron pararla sino que los frutos eran cada vez más abundantes, como explica la misma crónica: “A pesar de todas estas trabas y contradicciones, todo prosperaba en el empresa de María Antonia y según cartas recibidas en 1788, había conseguido con sus misiones que más de 70.000 personas hubiesen hecho retiro”.
Espíritu ignaciano
En 1784 había fundado una casa de ejercicios en Montevideo (Uruguay) y en 1788 recibió la donación de una hectárea para la fundación de otra casa en Buenos Aires, inaugurada en 1795, que todavía se conserva. En 1790, cuando ya su salud flaqueaba, viajó a Uruguay, donde permaneció por dos años. María Antonia falleció el 7 de marzo de 1799 en la Casa de Ejercicios que fundó en Buenos Aires, contaba entonces 69 años. Sus restos se encuentran en la Basílica de Nuestra Señora de la Piedad, en la misma ciudad.
La crónica de 1791 que nos ha acompañado concluye así su recorrido: “Hay, pues todavía en este mundo mujeres, que para confusión de los hombres destructores, protegen y conservan el espíritu de San Ignacio y de su Compañía… Cual María Antonia que se la considera en la América Española como un resto de la piedra de ese gran edificio que los enemigos de la Iglesia han querido destruir. Ella apareció, dice una carta, para confusión y vergüenza del clero, tanto regular como secular“.
Llegamos a nuestro tiempo y a su ya cercana canonización. Cuando hoy se habla de Mamá Antula y se quiere expresar su indudable grandeza en términos modernos, los comentaristas multiplican los adjetivos y encontramos de todo tipo, unos más clásicos y otros muy típicos de la época en que vivimos, como “la mujer más rebelde de su tiempo”, “la mujer que desafió a los poderes máximos” y, todavía más del gusto actual, “mujer empoderada disruptiva”.
Ejercicios por doquier
Usar nuestras categorías sociológicas a personajes de hace siglos tiene sin duda sus límites, pero el querer describir la personalidad de Mamá Antula con la categoría del empoderamiento parece alejarse bastante de la realidad. Al menos de la que nos han transmitido los que la conocieron, y volvemos a don Ambrosio Funes, persona de su confianza, escribiendo al amigo común, el P. Gaspar Juárez, que desde el exilio pedía noticias: “Ella no ama para sí sino la mayor pobreza, la mayor humildad, y el ser despreciada por todos. Contenta sólo de venir a la mayor gloria de Dios y al bien de las almas por medio de los santos Ejercicios. No aspira a otra cosa, y parece que no piensa en otra cosa; y el efecto parece que corresponde a sus deseos, pues en sólo la ciudad de Buenos Aires, según un cálculo prudente, se han dado los Ejercicios a muchas más de 30.000 personas.”
Ya sabemos que la cifra llegó casi al doble, pero según sus contemporáneos ella no cambió mínimamente su actitud sencilla y humilde, esto es parte también parte de su grandeza. Por otro lado, la categoría tan actual del empoderamiento, amada por muchos, es por lo menos frágil, pues el poder viene y se va, como es bien sabido; desde la espiritualidad cristiana es difícil considerarla como criterio valioso para los que han escuchado las palabras del Maestro: “Quien quiera ser el primero que sea el servidor de todos”. Digo que desde la espiritualidad cristiana, porque cristianos sin espiritualidad los ha habido en todas las épocas.
Querida por el pueblo
Algunas de estas cosas que dicen hoy de Mamá Antula creo que le harían sonrojar a ella, que precisamente tanto escribió y habló sobre la humildad. Así, por ejemplo, en 1780 escribía: “El miserable poder y disposiciones de los hombres alucinan nuestros sentidos; pero el torrente de su fuerza destruye a aquéllas y protege hasta el fin a los inocentes, humildes y abatidos”.
¿Cómo fue Mamá Antula? Sus contemporáneos nos dicen que fue grande en la humildad, una de esas paradojas que los sencillos entienden bien, quizás por eso fue tan querida por el pueblo.