Me ha impresionado estos días cómo el deseo de romper la soledad, de consolarse, se ha traducido en deseos enormes de abrazarse tras el final del estado de alarma. Recuerdo el deseo emocionado, sobre todo cuando estaba aislada, de una maestra que añoraba junto con los niños de su escuela con quien se relacionaba telemáticamente, el abrazo inicial al llegar a la escuela cada día.
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Son los abrazos familiares, los de los amigos, en los aeropuertos, en la calle, en tantos lugares… Abrazos para consolar, llenos de incertidumbre y, a veces, de temor, pero lanzados desde la distancia al encuentro de los otros, movidos por el cariño inmenso que la separación había logrado disminuir pero no romper. Así está siendo por ejemplo en el momento de la paz de las misas de hoy. Muchos saludan o lanzan abrazos de paz con los gestos. Y con la sonrisa, como si la sonrisa consoladora venciera a la melancolía.
Imaginativamente se han inventado muchas maneras de hacerlo en tiempos de pandemia: abrazos con telas de plástico por medio, abrazos desde las fundas medicas protectoras, abrazos entre padres e hijos donde, al dárselos, se prohibían los besos, etc.
El abrazo del Papa
El papa Francisco ha querido lanzar un abrazo consolador (¡uno más!) a los migrantes. Esta vez utilizando las invocaciones seculares a la Virgen que tradicionalmente se llaman las letanías con las que se concluye el rezo del Rosario. Las ha aumentado por decisión propia añadiendo tres nuevas: “Mater Misericordiae”, “Mater Spei” y “Solacium migrantium”, es decir: “Madre de la Misericordia”, “Madre de la Esperanza” y “Consuelo” pero también “Ayuda” de los migrantes.
La distancia que a veces nos provocan en nuestra mentalidad este tipo de devociones o expresiones deberían acortarse cuando quienes las invocan son la gente más empobrecida.
Haríamos mal si desconectáramos estas invocaciones de la experiencia y de la vida misma, y las colocáramos en estados estratosféricos. Quizás, insisto, quizás, habría que limitar los superlativos que las acompañan si es que queremos dirigirnos a María como hablamos normalmente. A este respecto recuerdo el libro de Michael Quoist ‘Oraciones para rezar por la calle’, donde Jose Luis Martín Descalzo hizo un sugerente y bello prólogo en el que venía a decir que le resultaba extraño que habláramos el lenguaje cotidiano con esas expresiones formuladas en las letanías cuando en la oración deberíamos acostumbrarnos más a usar nuestro propio lenguaje, pues este es portal bien adecuado también para la oración. El esfuerzo antes se ponía en los superlativos. Ahora ha de ponerse en el descubrimiento de los detalles de la vida con los que agradecer a Dios la existencia y las luchas diarias que esta comporta y relacionarlos con María, Madre de Dios y nuestra, que habla y canta con palabras rotundas y claras, nada melifluas, por ejemplo en el Magnificat. Y se preguntaba Martín Descalzo si es que unos ojos cristianos tienen algo que hacer en plena calle que no sea admirar la obra de Dios en cada detalle y circunstancia. La respuesta más fácil y empobrecedora es decir que la calle no es para rezar. Cuando pensamos así, estamos disociando la fe de la vida, creyendo que con ir a la iglesia media hora el domingo ya está todo hecho y que la fe no tiene que influir en la vida y viceversa. Y que el lenguaje para hablar con Dios tiene que ser embalsamado para ser más puro y limpio.
Pienso en tanta gente (entre ellos gente cristiana) que han optado por descartar a los migrantes y ni se atreverán –si es que entienden la oración como compromiso coherente en sus vidas con sus consecuencias– a decirles palabras (demostradas en hechos) de consuelo. O dirigirse a María –desde la coherencia personal de quien la invoca– para que los consuele: a los que han dejado su tierra, su gente, etc. por encontrar una vida con dignidad, cuando precisamente los que los quieren descartar los están queriendo desplazar de la vida digna de mil maneras.
Por eso, invocar a María como Consuelo de los migrantes es reflejar la necesaria solidaridad con ellos desde la mirada que María hace cuando se da cuenta de algo de lo que falta a la humanidad de hoy, como es tan visibilizado, presteza en la ayuda al prójimo sabiendo del dolor de tantos como sufren en el itinerario de la movilidad humana (migrantes, refugiados, víctimas de trata, etc.). Como hizo en las Bodas de Caná, María se da cuenta de las carencia y las advierte. Ella, la mujer que guarda los detalles en su corazón, no puede disociarse de abrazar a los emigrantes, porque es la mujer que observa y detecta lo que “falta”. E interviene: “Haced lo que Él os diga”.
Este es el camino que el Papa apunta en unas sencillas invocaciones, a mi modesto entender, para recobrar e ir adaptando el sentido popular de orar de manera sencilla y cotidiana: acudir a las oraciones o innovaciones que nacen de los “desafíos” de la vida. Sobre todo en este tiempo de tanta incertidumbre y sufrimiento como está suponiendo la pandemia del Covid-19, mucho más sentido y experimentado en los empobrecidos de la tierra.
Acudir a María como consuelo y ayuda de los migrantes es devolver la religión a la vida cotidiana y no solo a parcializarla en tiempos y en espacios. Orar desde la vida. Consolar es algo así como querer abrazarlos en la línea que escribe Julio Cortazar: “Yo quiero proponerle a usted un abrazo, uno fuerte, duradero, hasta que todo nos duela. Al final será mejor que me duela el cuerpo por quererle, y no que me duela el alma por extrañarle”.