Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

¿María Cristina nos quiere gobernar?


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Hay quienes auguraban que, dependiendo de los resultados de las elecciones del pasado fin de semana, íbamos a amanecer en una época o en otra. Dudo que se refirieran a eso, pero la situación me ha recordado mucho a esa canción que se hizo popular en el S. XIX en pleno contexto de las guerras carlistas:



“María Cristina me quiere gobernar,

y yo le sigo, le sigo la corriente,

porque no quiero que diga la gente,

que María Cristina me quiere gobernar”.

No hace falta ser una gran analista para saber dos cosas a la luz de los resultados electorales: que todos quieren gobernar y que todos lo tienen complicado si se enrocan en la rigidez de los propios criterios y no en la búsqueda del bien común.

‘Mea culpa’

Si somos honestos con nosotros mismos, nadie se libra de entonar el ‘mea culpa’ en esto de atrincherarse en la propia visión de la realidad y no ser capaz de distinguir qué guerras conviene luchar y qué batallas es preferible perder por el bien de todos. Esta dificultad para ceder ante los demás que traemos de fábrica, algunos más que otros según el grado de cabezonería, se agrava en función de cómo vivimos a quien se nos pone enfrente y sus reacciones. En el fondo, todos tenemos un poquito de esos discípulos de Jesús que, cuando no fueron acogidos por los samaritanos, estaban deseando que el Maestro les diera permiso para “hacer llover fuego” y destruir a quienes percibían como enemigos irreconciliables (cf. Lc 9,54). Me puedo hacer una idea de sus caras de desconcierto cuando les puso como ejemplo a imitar a un samaritano que se hizo cargo del malherido al borde del camino (Lc 10,30-37).

Pedro Sánchez

No sé si alguien, ni siquiera María Cristina, va a acabar gobernándonos o tendremos que volver visitar las urnas en menos tiempo del deseado. Lo que sí sé es que quizá podríamos intentar en lo pequeño y cotidiano eso que nos gustaría, al menos a mí, que hiciera la clase política. Así, quizá nos animáramos a reprimir nuestras ganas de que llueva fuego, a limar asperezas, a evitar polarizaciones, a matizar los discursos, a evitar generalizaciones, a renunciar a caricaturas y etiquetas puestas sobre los otros y a posponer los propios intereses por la búsqueda sincera y conjunta del bien para todos. Quizá eso de la sinodalidad que tanto nos ocupa empieza por algo así ¿no?