Siempre he dedicado mis reflexiones de este mes, al menos en parte, a recordar a monseñor Romero, arzobispo de San Salvador, cuya muerte martirial conmemoramos el 24 de marzo. Para quienes no conocen su figura, podemos intentar responder a la pregunta: ¿quién fue este hombre?
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Como todas las grandes personas tocadas por la mano del Espíritu, la respuesta a esa pregunta, y la impronta que deja en cada uno de nosotros, depende de nuestra historia personal. En mi caso, descubrí a Óscar Romero en profundidad en 1986. En agosto de aquel año, siendo un joven médico y estudiante jesuita, visité El Salvador, donde monseñor vivió y murió. Aquellos días percibí su presencia e influencia en la sociedad en la que se encarnó, recorrí lugares significativos como la Catedral de San Salvador o el hospital de cancerosos donde pernoctaba, hablé con personas con quienes convivió, recé delante de su mausoleo (más tarde ubicado en otro lugar) y observé a los salvadoreños que acudían a encomendarse a él.
Un libro que me ha marcado
En la universidad centroamericana, donde conocí a algunos de los jesuitas que luego fueron asesinados, compré un libro que me ha acompañado toda mi vida, “La voz de los sin voz, la palabra viva de monseñor Romero”. Luego he leído otros libros, pero ese ejemplar me marcó y ayudó en adelante. Está subrayado varias veces, lleno de anotaciones, y con él he rezado y sufrido en no pocas ocasiones. Porque la palabra recogida a lo largo de sus páginas –conversaciones, homilías, discursos, citas– me ha ayudado a sobrellevar mis propias dificultades vitales, y ha iluminado circunstancias y momentos de mi historia personal.
Para contestar a la pregunta que me hacía al principio, usaré la definición que dio de él un teólogo contemporáneo: monseñor Romero fue “un hombre que creyó en Dios y en su Cristo”. Por encima de otros rasgos, monseñor fue un creyente, una persona que superó miedos y limitaciones caracteriales para pro-seguir el camino de Jesús, y encontrarle en la Galilea donde vivía: El Salvador pobre y atormentado de sus días, regado de sangre y desgarrado por la violencia.
Muchas otras facetas a destacar
Sin embargo, hay muchas otras facetas a destacar en un perfil tan rico como el suyo. El hombre bueno, siempre compasivo, que se conmovía hasta las lágrimas viendo el sufrimiento de sus compatriotas. El sacerdote que supo evolucionar, que se preguntó en cada momento histórico que le tocó vivir –muchos de terrible dificultad– cuál era el camino a recorrer para ser fiel al mensaje de Jesús. Podemos afirmar con rotundidad que fue un camino no violento, de resistencia civil pacífica, de denuncia y anuncio, de propuesta de soluciones que condujesen a lo que llamó “el bien común del pueblo”. Por eso fue un disparate y una mentira que se invocase a monseñor en la defensa de alternativas violentas, tanto en su sociedad como en la nuestra (me refiero a personas e instituciones para-eclesiales que apoyaron a ETA).
Fue también un pastor que defendió a sus ovejas de los lobos (los de entonces, que ahora también los hay) y compartió su suerte. Y no me cabe duda de que fue un profeta, que habló en nombre de Dios, lo cual –como le había ocurrido a Jesús, al cual pro-seguía– le costó la vida. Jesús fue crucificado por las tropas romanas; monseñor Romero fue abatido por el único disparo de un francotirador paramilitar, mientras celebraba una misa en recuerdo de una feligresa fallecida. Este hecho trágico vino a confirmar su identidad profética.
Siempre dispuesto a perdonar
Un hombre de religiosidad tradicional, respetuoso y amante de las expresiones populares de la misma, que disfrutaba con las cosas sencillas de la vida, con pequeños placeres como una buena comida típica en compañía de una familia querida, con los payasos del circo. Siempre dispuesto a perdonar a quien se había equivocado y reconocía su error (hay numerosos testimonios personales de ello), pero intransigente en lo que concernía a la defensa de la dignidad e integridad de la Iglesia, de la fe cristiana, que él veía encarnada en la defensa de la vida del pueblo que le rodeaba. Sus homilías, recogidas en textos y audios, ricas en teología hecha vida, algunas de desgarradora belleza, muestran la riqueza de su pensamiento y de su fe, e incluso de sus sentimientos.
Recemos hoy a monseñor Romero para que su recuerdo, sus palabras y su ejemplo de vida nos siga acompañando e iluminando en nuestro caminar, en estos momentos difíciles para nuestro país y nuestro mundo. También ahora nuestras convicciones, nuestros valores, se ven amenazados y asediados, a Dios gracias no con la crudeza de Centroamérica en sus días, pero no por ello de forma menos acuciante.