Marzo, el mes de monseñor Romero (II): “Piezas para un retrato”


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En la entrada de la semana pasada mencionaba el libro de UCA Editores ‘La voz de los sin voz: la palabra viva de monseñor Romero’. Hay otro libro extraordinario sobre este hombre, también publicado unos años más tarde por la UCA y escrito por la teóloga nicaragüense María López Vigil: ‘Piezas para un retrato’. No es una biografía ni un archivo documental, sino una recopilación de testimonios recogidos por la autora a lo largo de cientos de horas, entrevistando a decenas de personas que le conocieron y trataron durante todo su periplo vital. Con todo ello compone un retrato que nos permite adentrarnos en quién fue Óscar Romero, qué le movía, qué le asustaba y angustiaba, qué mantenía su esperanza y le permitió acompañar a sus compatriotas en años de tribulación extrema.



El libro se publicó en 1993, a los 13 años de la muerte martirial de monseñor, y yo lo leí en 1997. También para mí se convirtió en un libro vivido, que me acompañó en mis propias tribulaciones y me ayudó a superar malos tragos y dificultades. Con ello, la vida y muerte de monseñor –no pueden explicarse ni comprenderse la una sin la otra– siguen iluminando, inspirando y motivando varias décadas después de su martirio, tal como hicieron en El Salvador en sus días.

Primeras entrevistas

Las primeras entrevistas reflejan la vida de un niño en una familia de ocho hermanos, sencilla (justo les llegaba para comer). Él un niño rezador desde pequeño, que con el tiempo llega a sacerdote; un trabajador infatigable, pero también una persona insegura y ansiosa. Un hombre siempre cercano y compasivo, amigo de todos, que recibía atenciones y limosnas de gente rica, con las que ayudaba a los pobres. Que vive una vida sencilla de cura rural y de ciudad pequeña, lejos de los centros de poder social y eclesial, apreciado por la gente con quien convive.

Más adelante se traslada a la capital, San Salvador, en una época de radicalización creciente en el clero y la sociedad. Se encuentra desplazado, solo, de los últimos en mantener la sotana; se refugia en asuntos administrativos y el seguimiento fiel de las normas, en la ortodoxia. En 1970 le consagran obispo auxiliar, un hombre “seguro” para la jerarquía, a cuya consagración acude el nuncio, la más alta autoridad eclesial de toda Centroamérica, junto al presidente de la República, pero también 40 autobuses de su zona natal. Rutilio Grande, sacerdote jesuita, su amigo, ofició de maestro de ceremonias. El asesinato de Rutilio, años después, golpeará muy duro la conciencia de Romero, y no cabe duda de que aceleró su evolución a posturas sociales y eclesiales diferentes a las que sostuvo durante décadas.

El beato Óscar Romero, en una imagen de archivo/CNS

Tiempos dolorosos

En los primeros años de obispo auxiliar conoce numerosos enfrentamientos con los curas llamados “rojos”, de los que se encuentra distante en forma y fondo. Entrecruza escritos duros con ellos, hay desencuentros, que van a más conforme el país, a lo largo de la primera mitad de la década de los 70, se adentra en el camino tenebroso de la represión y la violencia. Debieron ser tiempos muy dolorosos para él, a veces solitario, ignorado por muchos, encerrado en su timidez y sus ideas, alejado de las amargas realidades que vivían gran parte de sus compatriotas. Es muy probable que, en esos años, atravesase una depresión.

En el año 1974 le nombran obispo de Santiago de María, una diócesis de medio millón de almas y solo 20 sacerdotes. Allí estaba el famoso centro de formación “Los Naranjos”, donde se hablaba de “la realidad nacional”: qué ocurría en el país y por qué. De aquellos encuentros salieron numerosos dirigentes campesinos, agentes de la palabra, cristianos comprometidos con el Evangelio de Jesús. Parece claro que monseñor desconfió de un ambiente que no entendía. Para él, la enseñanza y celebración de la fe eran otra cosa, más bien alejadas de los problemas concretos de la sociedad, por más que siempre se había ocupado y preocupado de las gentes a las que atendía, de cómo vivían, de su pan y su techo. Conceptos como violencia estructural o derecho a la propiedad de la tierra, le asustaban, le parecían marxismo disfrazado, alejado de las enseñanzas de la Iglesia.

Ante una realidad nueva

Sin embargo, Romero se encontró de golpe con una realidad nueva, que desconocía: la represión. Comienza a recoger cadáveres, a encontrar en su camino viudas y huérfanos. A contemplar de frente la miseria en que vive la gran mayoría del pueblo cristiano, en los cantones y comunidades que visita. Y se deja transformar por la realidad que descubre, que observa con otros ojos. Escucha las quejas y reivindicaciones de los campesinos, se da cuenta de las injusticias a que les someten aquellos que han sido sus amigos, algunos terratenientes ricos. En cierto modo, los pobres le enseñan a leer el Evangelio, a encontrar claves de lectura que no había intuido antes. Aquel hombre, hasta entonces encerrado en sus ritos y ortodoxia, se convierte y entiende a sus hermanos sacerdotes que trabajan por mejorar la vida del campesinado.

A pesar de todo, la jerarquía y los poderes políticos todavía le creen uno de los suyos y, en febrero de 1977, es nombrado arzobispo de San Salvador. Una de las comunidades más vibrantes de la zona es la de Aguilares, cuyo párroco es Rutilio Grande. Al principio, todos los sacerdotes y comunidades organizadas contemplan su nombramiento con recelo, e incluso boicotean su toma de posesión; de hecho, muy pocos acuden a la ceremonia, celebrada en el Seminario de San José de la Montaña, aunque sí asisten diplomáticos, gente del Gobierno y de las clases altas.

Dejo aquí esta entrada, aunque espero proseguir con los últimos años de monseñor Romero, de extrema densidad, en los domingos de marzo que nos restan. Recen por los enfermos, por quienes les cuidamos, por nuestro país y nuestro mundo.