En la segunda mitad de la década de los 70, se recrudece la represión y la tensión aumenta cada día que pasa. Las elecciones son fraudulentas. El 28 de febrero de 1977, el ejército abre fuego de forma indiscriminada contra una concentración de manifestantes en la capital; mueren más de cien personas y los heridos se cuentan por centenares.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- PODCAST: Agenda 2030: ¿Condena o absolución?
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
Monseñor Romero, ausente de la ciudad durante esos hechos, queda aturdido por la magnitud de la tragedia. Varios de sus sacerdotes, los más comprometidos políticamente, han pasado a la clandestinidad. Se decreta el estado de sitio. Finalmente, el 12 de marzo de 1977 es asesinado el padre Rutilio Grande junto con dos campesinos que le acompañan en su coche.
Rutilio Grande, un padre espiritual
Un hombre de extremo prestigio en la arquidiócesis, antiguo formador del seminario, padre espiritual de generaciones de curas, un evangelizador amado por sus feligreses. Delante del cadáver de Rutilio Grande, velado por todos aquellos que le querían, monseñor Romero realiza su contemplación ante Cristo crucificado. ¿Qué ocurriría en su alma? cuando comienza a predicar, los feligreses sientan que están escuchando otra vez a Rutilio Grande, esta vez en la voz de monseñor.
Aquel hombre dubitativo, a veces timorato, se vuelve activo y decidido: no acudirá a más actos oficiales mientras no se esclarezca el asesinato de Rutilio. Cumplió su palabra y jamás volvió a ningún acto oficial. Ante la muerte de su amigo y los feligreses que le acompañaban, monseñor se reúne con laicos, religiosas y curas y se decide celebrar, el domingo 20, una misa única multitudinaria, a pesar del estado de sitio.
Venció a sus miedos
Romero tiene al principio dudas y escrúpulos, pero acaba venciéndolos, y quiere notificar en persona la decisión tomada al nuncio. Como este no se encuentra en la nunciatura, les recibe su secretario, que rechaza la misa única con argumentos canónicos y jurídicos. Pero monseñor no se amedrenta, se muestra firme y asume la responsabilidad de celebrar una única misa en toda la Arquidiócesis de San Salvador. Más tarde, tras leer una carta del nuncio llena de presiones, vence sus últimas dudas en la oración, delante de Jesús crucificado. Esa fue una constante en la vida de monseñor: la oración, la búsqueda de la voluntad de Dios mirando a su interior.
Creo que Óscar Romero, quien desde niño quiso imitar a Jesús, comienza a partir de ese momento a recorrer su propio camino del calvario, rodeado y apoyado por muchos, pero denostado e incomprendido por otros tantos; en el fondo, en soledad. Su camino, como el de Jesús, terminará en la cruz. Como Él, será un hombre en permanente conflicto con los poderes políticos y religiosos de su tiempo. Su celo en defensa de la vida del pueblo pobre le costará la suya.
Ritmo frenético
Monseñor vivió en el Hospital de enfermos de cáncer de la Divina Providencia. Por eso, a las monjas les retiraron limosnas y les insultaban por la calle. Se volcó en el trabajo de la arquidiócesis, el día no tenía para él suficientes horas. Contó con numerosos colaboradores, de todas las capas sociales. Potenció Cáritas, el socorro jurídico, convirtió el arzobispado en un lugar abierto, donde acudía todo el que tenía alguna necesidad. Visitó parroquias y cantones, y allí contempló la pobreza en que vivían los campesinos salvadoreños, a los que se acercó y con los que compartió tiempo, oración y sus humildes comidas.
Reavivó la emisora del arzobispado, Radio YSAX, que se convirtió en “la voz de los sin voz”, en la narradora de la auténtica realidad nacional, de lo que acontecía en El Salvador en aquellos años. Quizás por ello, las instalaciones sufrieron un atentado con bomba. Monseñor Romero era un comunicador nato y, a través de la radio e innumerables cartas, se comunicaba con el pueblo al que pastoreaba y del que recibió cariño y conversión.
Escucha profunda
No hablaba de “la gente” ni usurpaba su palabra y voluntad, sino que escuchaba y estaba con sus semejantes. En la correspondencia, escrita por los escasos campesinos que sabían escribir, le contaban la represión que sufrían, pero también sus problemas personales y económicos. Él intentaba ayudar en todo lo que podía. A cambio, les pedía sus oraciones; no quería “cosas”, que no necesitaba, pues siempre fue de costumbres sencillas.
Después de la misa única, de los seis obispos del país, solo uno, monseñor Rivera, le apoyó. La jerarquía le dejó solo ante las amenazas que pronto comenzó a recibir, pero, a cambio, tuvo el apoyo de su feligresía, de sus curas y monjas, religiosos, estudiantes de los colegios e institutos.
Apoyo de Pablo VI y no de Juan Pablo II
Le convocaron a Roma, alarmados por lo que denominaron “falta de prudencia”. Discutió con el cardenal Baggio, aunque se sintió apoyado por Pablo VI. No ocurrirá lo mismo en su siguiente visita, con Juan Pablo II. Compartió el primer viaje con César Jerez, en esos momentos provincial de los jesuitas en Centroamérica. Él narra una conversación profunda que tuvo con Romero, en la que le explicó los motivos de su profunda transformación; en realidad una vuelta a su origen. Nacido en una familia humilde, en un medio que había olvidado durante sus años de estudio, algunos de ellos en Roma. Delante de Rutilio muerto, se dio cuenta de cuál era el camino que tenía que recorrer: el que su amigo ya no podía seguir, truncado por una muerte violenta.
A lo largo del año 77, la situación no hace sino empeorar, en una espiral de represión militar y paramilitar y de violencia por grupos radicales de izquierdas, que se transformarán en guerrillas. Comienzan las detenciones y deportaciones de sacerdotes extranjeros. La guerrilla secuestra y luego asesina al canciller de la República, Borgonovo. Monseñor Romero celebra el funeral y condena la violencia, en medio de los abucheos del público; al finalizar, los asistentes niegan el saludo incluso al anciano padre Esnaola, un jesuita vasco que llegó al país en los años 30 y que conocía a todas las familias influyentes. Al día siguiente, los escuadrones de la muerte asesinan al padre Navarro y a su joven sacristán, en la parroquia de Cristo Resucitado. La persecución se ha hecho abierta, declarada.
La represión se recrudece
Así, la represión se recrudece: el ejército toma cantones, saquea casas, viola mujeres, desaparecen campesinos por docenas. Tras las incursiones, en las cunetas se encuentran cadáveres desfigurados. En Aguilares, donde Rutilio, profanan el altar, de modo que el sacrilegio es doble: del cuerpo de Cristo en el sacramento y del cuerpo de Cristo encarnado en los campesinos asesinados. El pueblo permanece ocupado militarmente durante treinta días, sometido al terror. Cuando por fin se puede acceder, monseñor acude a celebrar misa y presidir una procesión de desagravio. Él es quien da la orden de proseguir a pesar del cordón militar, que acaba abriéndole paso.
A don Felipe de Jesús, don Chus, dirigente popular, lo asesinan de forma brutal, de modo que queda irreconocible, arrojado a un basural. Monseñor, que mucho le había querido, no puede contener las lágrimas. Su tarea pastoral es recoger cadáveres, consolar viudas y huérfanos, repartir esperanza. Escuchar y acoger a las numerosas personas que le testimonian el empleo de la tortura por parte de los cuerpos de seguridad.
El “reino del demonio”
Monseñor llamará a los torturadores “los agentes del demonio”, y hablará del “reino del demonio”. Numerosos campesinos que huyen de las zonas militarizadas se refugian en dependencias del Arzobispado de San Salvador. Otros muchos no pueden llegar y malviven fuera de sus casas, a la intemperie (“montear” le llamaban).
El nuncio apoya a los militares, no quiere escuchar a las comunidades, jamás visita una zona conflictiva o cateada. En agudo contraste, monseñor aumenta la denuncia a través de sus homilías, en las que casi siempre combina la parte doctrinal con la narración de hechos de la realidad nacional, la mayoría de ellos trágicos. Habla con claridad, con sencillez, analiza, describe, resume, aconseja, propone. Nunca cierra las puertas, llama al arrepentimiento y la conversión, pues Dios ofrece el perdón hasta para el asesinato. De hecho, ruega por el arrepentimiento de los “hermanos criminales” que mataron a Rutilio.
Homilías que dan vida
Las homilías se convierten en la emisión más esperada de la semana, dan vida y voz a quien no la tiene. Su palabra clama en la catedral. En ese momento, se hace carne el profeta que monseñor fue, la persona que el espíritu eligió para que hablase en nombre de Dios en El Salvador. Lo afirmamos en el Credo de nuestra fe: “Y habló por los profetas”. En sus homilías (casi todas publicadas), monseñor se transforma, se enardece, adquiere una presencia y una seguridad que contrastan con su natural discreto y tímido, de modo que parece otra persona. Además, se comunica con los asistentes, que a menudo le interrumpen con aplausos, como apoyando y recalcando lo que Romero ha declarado. Es el “amén, así es”. Su voz se acabará haciendo insoportable para sus enemigos, que decidirán darle muerte.
Pongo aquí fin a esta entrada. En una semana de marzo triste para nuestro país, 20º aniversario de los crueles atentados de Madrid, que no solo regaron la capital de nuestra patria con sangre inocente, sino que produjeron unas heridas profundas que a día de hoy permanecen sin cerrar; como en tiempos de Romero (salvando circunstancias y contextos), sigue habiendo entre nosotros quienes siembran odio y erigen muros. Recemos los unos por los otros, y por este país.