Aunque con una formulación algo diferente, es la pregunta que se hace la doctora Rosenbaum en el ‘New England Journal’ del 24 de enero de este año. En ocasiones, los profesionales sanitarios nos lamentamos de un ejercicio de la medicina mediatizado y pervertido por la mala gestión y organización de los sistemas sanitarios. Se ha hablado de los daños morales que se derivan de las carencias del sistema, de un abuso de nuestra buena voluntad por parte de las instituciones en las que trabajamos. Por eso, las llamadas a la “resiliencia” (sobre las que pienso escribir otro día) resultan exasperantes y a veces insultantes, como ocurrió durante la pandemia. Implican que el individuo es quien debe resolver problemas sistémicos. Así, cualquier medida voluntariosa se interpreta como falsa, incluso si se basa en la buena voluntad.
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El término “daños morales” (acuñado para experiencias militares) se encuentra más allá del “síndrome del quemado” (burnout), expresión más utilizada hasta ahora; pone de relieve la trasgresión moral que los clínicos pueden experimentar cuando el propio sistema impide que se ejerza como se cree que los pacientes merecen y necesitan (si piensan en un servicio de urgencias en época de gripe, lo comprenderán perfectamente).
Una queja estéril y paralizante
Sin embargo, a veces, nos instalamos en una queja estéril y paralizante, hurtando así a la medicina de todo su profundo significado de entrega. No deja de ser una coartada ante nosotros mismos y nos deja vulnerables a la explotación y manejos de directivos alejados de las trincheras. Sería bueno recuperar el sentido de vocación y contemplarse, no como el engranaje de sistemas a veces perversos, sino como un médico que cuida a sus pacientes.
El concepto de una vida profesional con significado profundo (solo humano o también espiritual) es algo muy personal y obliga a huir de discursos en que el término “bienestar” ocupa un lugar central, y la salud mental no se reduce a estar bien o vivir de forma relajada; la vida implica problemas y luchas, está muy lejos de las vacías religiones que se divulgan por Instagram. Esto los creyentes en Jesús lo sabemos bien, pues somos portadores de una historia antigua y unas creencias que, de forma casi inevitable, conducen al conflicto.
Sentido y significado
La medicina no es una fe que sustituya a una espiritualidad –aunque merecería más la pena que muchas otras–, pero es indudable que posee sentido y significado en sí misma, en cuanto que intentar disminuir los sufrimientos de otras personas tiene algo de sagrado. Sin embargo, esa función que da sentido e identidad se obscurece y prostituye cuando, en vez de dedicar el tiempo a atender pacientes, se dedica a funciones burocráticas o a rellenar campos de pantallas de ordenador.
El conflicto resulta de que la respuesta a un problema sistémico no radica en acusarle de producir un daño moral, aunque esto sea cierto; existe el riesgo de caer en una narrativa de raíz marxista que culpa a los sistemas y estructuras de todos los males, y colocarnos en el papel de víctimas. Esa es la narrativa más utilizada en el momento actual, aunque de hecho es muy antigua, tal como puede comprobarse cuando se lee –y entiende– a Bertolt Bretch (véase su poema “Refugio nocturno”).
Mantener la fe
No podemos cambiar el mundo, pero sí ayudar en lo posible a las personas con quienes convivimos, en este caso, a los pacientes que atendemos. Si nos sentimos inútiles para eso, les dañaremos a ellos y a nosotros mismos. Si perseveramos y mantenemos la fe y la entrega, quizás recuperemos el encanto de la vocación, que poco tiene que ver con estar felices o sentirnos confortables.
Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos, por nuestro país y nuestro mundo.