El movimiento
Los observatorios más rigurosos de los fenómenos religiosos de Estados Unidos llevan unas décadas certificando el crecimiento de una corriente muy particular, entre pentecostales y otros iglesias protestantes. Es la “teología de la prosperidad” o “evangelio de la prosperidad”. Este crecimiento no se da precisamente entre los humildes y sencillos que descubren a Dios en las dificultades y esfuerzos de cada día, sino en quienes se vanaglorian de ser personas hechas a sí mismo en lo que a los negocios se refiere.
El pasado inmediato de este movimiento lo encontramos en la América de los años cincuenta y sesenta, en los que cristaliza un lectura concreta de algunas doctrinas lanzadas en el siglo XIX dentro del llamado “Nuevo Pensamiento” (conocido por su nombre en inglés como el New Thought, en inglés). Las iglesias protestantes pentecostales tuvieron, gracias a los teóricos de este movimiento, un impulso de todo lo que suponía hacer experiencia directa de Dios, considerada como el principio de la “ciencia mental” o “ciencia divina”.
Muchos escritores del momento se sumaron a este planteamiento lanzado por Phineas Parkhurst Quimby (1802-1866). Es el caso, entre otros, de Emmet Foz (1886-1951) que influirá definitivamente en el método de Alcohólicos Anónimos, la filósofa Emma Curtis Hopkins (1853-1925) o Wallace Wattles (1860-1911), autor de un libro que puede servir de base para entender lo que es en nuestros días la teología de la prosperidad: La ciencia de hacerse rico.
Este libro, publicado en 1910, ha tenido una segunda vida en las estanterías de autoayuda ya que es la inspiración principal de la película convertida en libro: El secreto. Figuras mediáticas estadounidenses, que de entrada no parecen tener estrecheces económicas, como Oprah Winfrey, Ellen DeGeneres o Larry King han alabado la obra. Pero, esta presentación adaptable al coaching emocional que impera en nuestros días no debe hacernos olvidar el trasfondo teísta –o creacionista, entendido al estilo estadounidense– con el que nace y al que sirve.
Los predicadores
Una tesis doctoral titulada Bendecido, una historia del evangelio de la prosperidad (Kate Bowler, 2013) calcula que el movimiento afecta actualmente al 66% de las iglesias evangélicas. La autora es concluyente: en dos tercios de los cultos evangélicos del mundo se predica esta doctrina, aunque solo el 17% de los evangélicos se identifica directa y específicamente con la corriente.
Los telepredicadores y la adopción de estos postulados por parte de pastores influyentes americanos es clave en la difusión de la actuación de este movimiento, que se configura en su forma moderna a partir de los años cincuenta. El discurso inicial centrado en la “prosperidad de Dios” se ha traducido reinterpretando el “sueño americano” o impulsando la voluntad y la perseverancia para todos puedan llegar a ser ricos.
El dejarse ser bendecido es la base de la propuesta espiritual que la teología de la prosperidad hace sus fieles. Y qué mejor manera de sentirse bendecido que gozar de la prosperidad económica.
Algunos predicadores de referencia son Benny Hinn, Pat Robertson, Robert Tilton, T. D. Jakes, Joel Osteen, Kenneth Copeland, Nasir Saddiki, Paul Crouch o Peter Popoff. Y para muestra, una cita, en este caso de Robert Tilton: “Creo que es la voluntad de Dios que todos prosperen, porque así lo veo en la Palabra, y no porque lo haya visto funcionar poderosamente en otra persona. No pongo mis ojos en los hombres, sino en Dios, que me da el poder para hacer riquezas”.
Muchos han establecido relaciones entre algunos de los pastores que la abanderan y la ecléctica forma de entender la religión del presidente estadounidense Donald Trump, al que también se le ha adjudicado otro movimiento protestante afín, el pensamiento positivo de Norman Vicent Peale.
El pensamiento
Ahora bien, ¿cuáles son las enseñanzas de esta teología de la prosperidad? Desde luego, no se puede confundir ni con la rigurosa propuesta que Calvino hace en su momento de la santificación a través de la dedicación al trabajo, el ahorro y la inversión. Ni mucho menos con el reconocimiento que el Vaticano II hace de la autonomía de las cosas creadas…
Esta propuesta conecta con un psicologicismo de manual al presentar el bienestar físico y financiero como una bendición que expresa la voluntad de Dios. Y la respuesta a esa bendición se debe de traducir en la fe que se expresa en la donación a la propia iglesia, para que el patrimonio personal siga siendo permanentemente bendecido. Como recalca la teología protestante, la clave está en la fe como respuesta a Dios. Y la gracia de Dios se transmite al fiel a través de la seguridad y la prosperidad.
La autoayuda o el biempensante empoderamiento encuentra en esta propuesta espiritualista el mejor caldo de cultivo. La enfermedad o las situaciones de pobreza, ante crisis o malas inversiones, son ocasiones para la expiación de los propios pecados. Es, en el fondo, la maldición de quien ha roto la relación de fe establecida con la continua bendición de Dios. El maniqueísmo está, como no podía ser de otra manera, a la orden del día.
Y, por otra parte, el espiritualismo se funda en la compensación material o física. La paradoja no puede ser más fuerte. La salvación, elemento clave de la fe –de católicos y luteranos sin distinción–, se queda como mera satisfacción de las necesidades económicas. “La verdadera prosperidad es la capacidad de utilizar el poder de Dios para satisfacer las necesidades de la humanidad en cualquier ámbito de la vida”, ha escrito Robert Tilton, quien habla de una “ley de la compensación” de la que se deduce que la fe es una fuerza espiritual autogenerada que conduce a la prosperidad.
Las consecuencias de esta propuesta no pueden ser más terribles para la relación entre la persona y Dios, reduciendo la oración a la situación caricaturesca de un niño caprichoso que presiona a sus padres hasta que consigue de ellos que le compren cualquier cosa que ha visto y le apetece…
¿Qué evangelio repasan los predicadores de la prosperidad? Desde luego no aquello de que “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el Reino de los Cielos” (Mt 19,24) o la oración de María que dice que Dios “dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos…” (cf. Lc 1,46-55).