Uno de los momentos que esperaba con más excitación en la infancia y en la adolescencia, y también en los primeros años de la vida adulta, era el viaje a Madrid bajo diversos pretextos, ya fuera ocio familiar o visita cultural y de desahogo con el colegio y el instituto. Imaginen: de La Mancha plácida e inmutable, todo cereal y silencio, al carrusel de los sentidos de una megaurbe. Cuando tenía nueve años, visité el zoológico y me encaré por primera vez con un tigre níveo. Después, paseando por la Gran Vía y desembocando en la Plaza de España, le dije anonadada a mi padre con la voz débil y cremosa que tenía entonces que nunca había visto edificios tan altos.
Ha pasado mucho tiempo y, entre esos años, periplos para ver obras teatrales y exposiciones pictóricas, rutas gastronómicas, encuentros con mi actual marido cuando estudiaba allí su posgrado, una pedida de mano en los albores de la Navidad, con el barrio de Salamanca tachonado de bombillas, viajes relámpago con mi hermana para vagabundear buscando locales cuyos cuadros y lámparas nos tentaran…, hasta llegar a las visitas bianuales por razones laborales. Ha llegado un momento en el que la estación de tren que antes atenazaba mi duodeno se me ha quedado pequeña como un invernadero menguado, en el que camino arrastrando la maleta sin tener que observar carteles o flechas, porque el edificio es una mansión que ya has limpiado desde los desvanes hasta las cuadras.
Personajes surrealistas
El metro, que antes se me antojaba un dédalo plagado de personajes surrealistas, es otro continente ya hollado: he llegado a tomarlo sola sin inmutarme, pasando de ascensores a andenes y de escaleras a recovecos bruscos, con zancadas resueltas que antes envidiaba en los madrileños sumergidos en la lectura que no necesitaban signos ni señales para reaccionar antes de extraviar el rumbo. Identifico los distritos que antes se amalgamaban en mi cerebro. Nadie diría que soy foránea. Y he empezado a añorar por tanto el asombro y hasta el temor soterrado de los inicios, ese que picaba en los antebrazos como arena de playa.
Porque la actitud primitiva ante el enorme pulpo de Madrid incluía desazón al toparse con los pordioseros con las huellas de la heroína en cada arruga y los asiduos de Cáritas que claman por limosna o una barra de pan en los vagones de la línea circular, ante los cuales hace unos días mi mirada resbalaba como las de los chicos refugiados en sus cascos o Kindles. Me incomodaba que la plaza del Dos de Mayo, la calle San Bernardo y las esquinas del mercado de San Ildefonso o la iglesia de San Antonio de los Alemanes hedieran a orina, a marihuana revenida y a dejadez, y ahora me he esforzado por considerarlo una simple aura urbana.
Mirada hacia lo grato
Apenas reparo en las chicas desaliñadas que hará siglos que no acuden a clase pegadas a latas dobles de cerveza y a porros, en los transexuales con la mirada perdida que, a la caída del sol, llegan a cruzar el umbral de la minúscula capilla callejera con confesionario, ínsula entre locales de franquicias voraces, en Fuencarral. Mi atención se enfoca en los escaparates, en los portales curiosos, en las galerías de arte, en los sushi bars recogidos. En lo grato a la retina. El resto son sentina.
Y, si un hombre tembloroso o una joven de ojos empañados ocupa el mismo banco que yo en los Jardines del Arquitecto Ribera, cambio mi ubicación discretamente por si estalla un conato de diálogo. Imagino a Jesucristo rehuyendo a alguien que llora por los poros y me arde el embarazo, pero seguidamente vuelvo a burlar a mis pensamientos desenrollados contemplando la belleza de una mujer sana y en los veinte, vestida con criterio y aún mejor peinada, sin manchas en el cutis ni muelas cariadas. Sin los ojos velados. Y busco un café donde reine el buen gusto y los aromas de albaricoque y miel se impongan al tabaco mediocre y al sudor de un repartidor de Glovo con la cara castigada desde su nacimiento en Centroamérica.
Qué mal cristiano eres si antes eres esteta.