Me gusta el sol de invierno. Ese sol potente, penetrante y sutil a la vez porque todos sabemos que va a durar poco. Es ese sol que nos empuja a salir a un espacio abierto, natural si es posible, para recibir la luz y el calor bien abrigados. Curiosa paradoja. Me gusta el sol de invierno porque expresa la fuerza de lo escaso, de lo no esperable en ese momento o en ese espacio.
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Pero, además, el sol de invierno o el solsticio de invierno encierra una sabiduría asombrosa. Este año será el 22 de diciembre a las 4,27 (en la zona de Europa). Ni un minuto antes ni un minuto después. El eje de la Tierra se detiene y empieza a moverse justo en la dirección opuesta. Si esto no fuera ya suficientemente increíble, no viene mal recordar que exactamente a la misma hora, en el hemisferio sur será el solsticio de verano. ¡Es tan relativo lo que vivimos cuando ampliamos el foco!, ¡somos tan relativos! Lo que para unos será la noche más larga para otros será, justamente, el día más luminoso. ¡Qué misterioso orden y sentido hay en todo lo creado!
Solsticio
Lo llamamos solsticio, de latín “sol” y “sistere”, es decir, el sol se queda quieto, justo cuando ha llegado a su punto más álgido desde nuestra perspectiva. Es decir, cuando la Tierra se encuentra más cercana al sol es cuando más oscuridad percibe. Quizá por eso no hay cultura ni tradición que no haya incluido algún tipo de simbología solar en su cosmovisión o filosofía de vida. En la tradición cristiana “por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto, para iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79). Pero, además, la comunidad cristiana añadió un tiempo previo a este solsticio de invierno, un tiempo para esperarlo conscientemente. Y lo llamó Adviento. Bien sabían que a la noche más larga no podemos entrar de golpe; nos viene bien un tiempo previo para esperarlo, colaborarlo, celebrarlo.
El solsticio de invierno es ese momento en que -simbólicamente- los pueblos han comprendido que hay un ciclo de muerte y renacimiento para todos. Incluido el Sol. Cuanto más apagada y oscura está la tierra, más se espera de este sol que se detiene para recomenzar un nuevo crecimiento. La noche más larga es el comienzo de la luz creciente. Albert Camus lo expresó con mucha belleza: “En medio del invierno descubrí que había, dentro de mí, un verano invencible”. La naturaleza experimenta este proceso y nos invita también a vivirlo nosotros: el invierno es tiempo de silencio y quietud, de poca luz y mucha oscuridad, de cambio de dirección. Y solo así continúa la vida creciendo hacia una luz cada vez mayor que se nos mostrará en verano.
Qué suerte poder unir la sabiduría de ambas tradiciones: comenzamos un tiempo para prepararnos y esperar al sol de invierno, al solsticio, a la celebración del nacimiento de Jesús, “el Sol que nace de lo alto”. Se nos regala un tiempo para acompasarnos con la naturaleza y con nuestra fe, con nuestras tinieblas y nuestros deseos de luz y calor, con el silencio y la quietud de quien permanece en el invierno porque sabe que lleva dentro olor de verano. Lope de Vega lo puso en boca de los pastores de Belén: “Mas quien lleva el sol no teme la noche”. Comenzamos.