Los motivos para estudiar medicina pueden ser muy diversos, pero, en muchos casos, se trata de una vocación, de una llamada: no se concibe hacer otra cosa. En mi caso, me enamoré de la biología tal como me la explicó el profesor en COU, y la medicina permitía aunar aquella disciplina que me había cautivado con el ser humano. No pude imaginar mejor combinación y, a pesar de una universidad que en aquel momento era más bien mediocre, el estudio no me decepcionó.
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Además, era mucho el bien que se podía hacer, tanto en la clínica como en la investigación. Nos dedicábamos a intentar aliviar el sufrimiento humano en todas sus facetas. Estudiamos las infecciones, el cáncer, las enfermedades psiquiátricas, las hereditarias… El campo era interminable. Y la generosidad de aquellos años, casi ilimitada. Nos conmovía el estudio de la lepra, de la malnutrición infantil, del sida, de todos los flagelos de la humanidad antiguos, presentes y futuros. Había mucho de romanticismo. ¿Quién no se imaginó como un moderno Albert Schweitzer o investigando en el laboratorio como Watson y Crick, que descubrieron las bases moleculares de la vida?
Afrontamiento de la realidad
Luego llegó el afrontamiento de la realidad: la medicina era una ciencia bellísima, pero su ejercicio no era nada fácil. El acceso a la formación especializada era en aquellos años dificultoso, había pocas plazas para muchos aspirantes. Una vez se accedía al sistema MIR de formación, el presente era áspero y el futuro incierto. Se aprendía mucho, pero a un alto precio de entrega en tiempo y esfuerzo, a cambio de un salario exiguo. Muchos de nosotros comenzamos a hacer guardias, en un camino que se ha prolongado más de treinta años. Turnos interminables y mal pagados, en ocasiones llegando al agotamiento físico y emocional. Y, después de la residencia, un futuro laboral incierto.
A mediados de los 90, en esos vaivenes del mundo laboral de nuestro país, el trabajo médico era en numerosas especialidades precario. Como todas las personas que viven de su trabajo, muchos de nosotros tuvimos pocas elecciones: aceptar guardias mercenarias, cada día en un hospital diferente, o el paro. Había que ir donde hubiese trabajo, firmar contratos día a día (mi vida laboral tiene por eso varias páginas), hacer sustituciones y contratos de verano, cubrir bajas. No había mucho más.
Mayor estabilidad
Con el paso de los años, la situación cambió y permitió una mayor estabilidad, consolidar las plazas ocupadas, un cierto margen de maniobra en cuanto a dónde vivir, un sueldo que permitía una vida más holgada. Nunca pensamos en enriquecernos con la práctica de la medicina. Ha dado para una vida sin necesidades, pero creo nos hemos ganado cada céntimo de nuestro salario.
En todo este tiempo, que dibujo como dificultoso, por fortuna nunca ha faltado el amor por la profesión. Y, si en algún momento ha quedado desenfocado, luego se ha podido recuperar. Volver, como en un matrimonio, como en una familia, al amor primero. Buscar en el interior la motivación que uno tuvo, que le llevó en primer lugar a matricularse en la facultad de medicina, a finales de los años 70 del siglo pasado. Escudriñar a través de algunas capas de amargura y desengaños profesionales, dificultades laborales, desencuentros personales, proyectos fracasados.
Todavía hay ilusión
Debajo de todo eso, todavía encuentro la ilusión por intentar devolver la salud a mis semejantes enfermos, o al menos acompañar en el sufrimiento y la pérdida. Dar alivio al sufriente, honrando así a los que me han precedido y haciendo una vez más verdad el dicho latino “divinum opus est sedare dolorem”. Revivir el amor primero me ha permitido sobrevivir a algunos naufragios y acudir cada día al hospital con ánimo y con el deseo de hacer mi labor lo mejor posible, con mayor o menor reconocimiento, con mejores o peores condiciones laborales, con pandemia o sin ella.
Recen por los enfermos y por quienes les atendemos lo mejor que podemos y sabemos.