Voy a misa los domingos para vivir el encuentro con Dios en el encuentro con la comunidad. Es lo que me dice la teología. En la práctica, la mayoría de las veces tengo que aguantarme el sermón. Quince o veinte tediosos minutos de comentarios insulsos y deshilvanados, durante los cuales me pregunto cuánto falta para que el padre termine de hablar y si es buena noticia lo que estoy recibiendo. También si el predicador ejerce a conciencia el ministerio que la Iglesia le confía de anunciarla, si sus palabras conmueven y convencen como se espera de su predicación.
Porque la gente va a misa a oír lo que dice el padre. Y es cierto que hay iglesias que se llenan porque los curas que celebran las misas son taquilleros. Dios los bendiga a ellos y a su feligresía. Pero son minoría.
Ahora bien, muchas homilías dominicales me parecen pronunciadas con la retórica de un profesor de primaria y me dan la sensación de no haber sido preparadas.
Por eso muchas veces, mientras armada de paciencia oigo la homilía, pienso que si el padre que dice la misa tuviera que ceñirse a una medida, sus oyentes no nos perderíamos en exceso de ideas y palabras que impiden que nos llegue la idea central del comentario al evangelio: una idea y bien expresada, concreta, práctica, aplicable al diario vivir; una idea, solamente una idea, porque la segunda y la tercera distraen de la idea principal, que es la que tendría que llegar al corazón y hacerse vida.
Preparar la homilía de rodillas
A quienes escribimos para un periódico o una revista, los editores nos dan una medida a la cual nos tenemos que ajustar. Antes se medía en cuartillas y ahora se mide en caracteres, es decir, letras y signos de puntuación. A veces en caracteres y espacios. Es una medida editorial a la que hay que ceñirse.
Lograr la medida es siempre, para mí, un ejercicio exigente. Como lo es el ejercicio mismo de escribir. Después de que se me ocurre el tema que voy a comentar, y de que pasa del corazón a la cabeza y de la cabeza al lápiz o al teclado, tengo que mirar el contador de caracteres. Normalmente tiene muchos más del número de caracteres de la medida editorial señalada y debo “peluquear” el escrito: es decir, borrar la idea no pertinente, la frase innecesaria, el adjetivo que sobra, el adverbio que estorba. Y esta operación debo repetirla hasta que el contador de caracteres registre una cifra aproximada a la medida editorial. Es ejercicio exigente, pero el escrito queda libre de carreta y de expresiones superfluas para poderlo enviar con un clic al editor.
¿No podrían los padres, al preparar su homilía, ajustarse a un determinado número de caracteres? Ceñirse a una medida evitaría que sus oyentes nos aburramos o nos distraigamos y lograría, en cambio, que el mensaje del evangelio llegara a nuestras vidas.
Además, de preparar la homilía de rodillas, que es como creo que se debe preparar el anuncio de la buena noticia del amor de Dios.